Cuando, la semana próxima, se celebre el solemne funeral por Isabel II, la presencia de las cabezas coronadas de Europa y de los mandatarios del mundo entero constatará que se ha extinguido una manera de entender el mundo. El futuro no es Carlos III, cuyo reinado será, lógicamente, mucho más breve -y sin duda menos fulgurante- que el de su madre: el nuevo monarca del Reino Unido es una figura de transición, que dará paso, esperemos que con fortuna, al mundo de su hijo, Guillermo, y su nuera Catalina. El mundo también de la princesa de Asturias, Leonor. Un mundo que está ahí, a la vuelta de la esquina, pero tan lleno de incógnitas que la idea de una continuidad 'normalizada' resulta difícil de asumir.
Ver el álbum de fotos de lo que ha sido el reinado de Isabel II te transporta a un pasado que ya queda casi en el terreno del cine rancio. Como algunas series dedicadas a personajes coronados, entre ellas una reciente centrada en la figura de Juan Carlos I. Es un pasado que ni volverá ni representa ya siquiera el presente. Nada que ver con lo que viene, y no estoy seguro de que Carlos III, que ni de lejos tiene el carisma misterioso de su madre, lo haya asumido: nada en su trayectoria de los últimos años parece indicarlo, aunque nunca se puede descartar una sorpresa.
¿Serán los años treinta de este siglo los de monarquías asentadas en Europa, los del fin de las amenazas populistas, los del entendimiento entre un Oriente que despega y un Occidente que recula? La prospectiva no da para tanto: ahí tenemos a la monárquica y socialdemócrata Suecia, al borde de caer en brazos de la derecha 'dura'. O lo que puede ocurrir en Italia. O miremos a la Francia de Macron, creando un Consejo para la Refundación de la política. O el surgimiento de nuevas iniciativas políticas en España de las que la de Yolanda Díaz podría ser apenas un ejemplo, menor si se quiere, pero ejemplo al fin.
Contemplo a la tradición británica sacar a pasear sus uniformes y rollsroyces y pienso en Guillermo y Catalina. O en Victoria de Suecia. Y también, cómo no, en nuestra Leonor, a quien la noticia del fallecimiento de 'la prima Lilibeth' sorprendió en su lejano internado de Gales. Ella es la más joven de los herederos citados, pero tendrá que compartir la misma era, hoy de perspectivas tan inciertas. La 'tormenta perfecta' que se abate sobre el mundo, amenazado por el populismo contra las migraciones, por la hegemonía económica china y por el belicismo ruso, hace necesarios métodos nuevos, soluciones radicalmente distintas, planteamientos valientes que busquen consolidar un porvenir más democrático y seguro para nuestros hijos y nietos, esos que tienen la edad de Guillermo y Catalina o de Leonor de Borbón.
Claro que no digo que las monarquías no sirvan para transitar por esta nueva era que se ha abierto ante nuestros pies, acostumbrados a caminar por senderos trillados. Nada de eso: lo que digo es que hemos de acostumbrarnos a la evidencia que podría tener como más reciente escenario el hecho de que un pedazo del mundo tan significativo como el Reino Unido haya mudado en la misma semana a su jefa del Estado y a su 'peculiar' primer ministro, tratando, al tiempo, de mantener sus tradiciones. Y todo lo que a continuación viene. ¿Será posible intentar seguir gobernando como si nada ocurriera, con las mismas premisas, idéntica visión cortoplacista, con los esquemas bipolares de siempre? Veo las ceremonias en Buckingham Palace y me convenzo aún más, por si fuera necesario, de que de ningún modo: el siglo XXI comenzó de veras este sábado.