Las campanas de alerta tardía son claras: el tradicional contrato de trabajo está en peligro de extinción y el fenómeno está ocurriendo a nuestras espaldas, como si lo estuviésemos consintiendo en actitud omisiva, a sabiendas de que lo que está en juego no es un instituto jurídico cualquiera sino, ante todo, un derecho fundamental de segunda generación: el derecho al trabajo digno.
El del trabajo no es un simple contrato. Es el contrato humano por excelencia, dentro del cual nos realizamos como seres humanos, porque por un lado desarrollamos todas nuestras potencialidades y las ponemos al servicio de una causa - por lo general ajena- y por el otro percibimos una retribución normalmente justa que es la que nos permite subsistir, al menos en teoría, en condiciones dignas. Vivimos para trabajar, pero también trabajamos para vivir.
Y, contra las advertencias de la OIT en el sentido de que labour is not a commodity, tenemos que registrar lo contrario, hoy, que estamos definitivamente inmersos en una aldea globalizada, regentada y espoleada por el mandarín de la China y en ella la sagrada institución del trabajo se ha convertido en la más burda y volátil de las mercancías, refundida entre tantas otras que gravitan dentro de la soberana órbita de las implacables fuerzas del mercado.
Para entender el tema del trabajo de hoy tenemos que remitirnos a los economistas positivos y repasar las teorías de la oferta y demanda, las curvas de telarañas inextricables, el concepto de la variación en el grado de respuesta de la demanda a las alteraciones del precio, el concepto de los bienes sustitutivos, para saber que cuando se disminuye el precio de un bien el consumidor compra más de ese bien y menos de los sustitutos… en el entendido de que no estamos hablando propiamente del aceite de palma referido al de girasol, sino del antes bien aceitado contrato laboral primigenio -el indefinido- enfrentado a novedosas formas jurídicas de vinculación temporal, a destajo, por prestación de servicios profesionales, contratismo independiente, intermediación laboral, out sourcing, o a través de formas de trabajo asociativo (aquellas mal concebidas, falsas cooperativas, como la mayoría, pero la ex Mintrabajo, doña Clara, acabó con todas), incluso mecanismos disfrazados, subterráneos y clandestinos de contratación, conjunto de bienes alternativos, lícitos unos, otros no tanto, que suelen tener éxito al quedar exentos de las famosas arandelas que encarecen, vía mayores costos laborales, aquel bien genérico y tradicional denominado “contrato de trabajo”.
Nos parece bien pensar en sensatos mecanismos para flexibilizar el contrato existente, no con paños de agua tibia como los de la reforma laboral del 2002 (Ley 789) y entender que no puede seguir siendo el vínculo laboral una obligación de carácter irredimible -en contravía del principio constitucional- en punto de tantos y tan fuertes “fueros” para trabajadores eternamente protegidos. Y para ello debemos reclamar mayor sensatez por parte de la organización especializada en la materia: la OIT, que debe ir pensando sin demora en la elaboración de un verdadero código de fair play, con la suficiente fuerza vinculante para prevenir el total desquiciamiento de las relaciones de trabajo, pero permitiendo su flexibilización y salvaguardando, claro, al menos, los elementos y términos de referencia esenciales de una institución que tanto trabajo nos ha costado mantener.