El término "corrupción" parece insuficiente para describir la magnitud del deterioro moral que Colombia está padeciendo en los últimos dos años. Mientras algunos lo califican de alarmante, otros prefieren calificativos como espeluznante e incluso criminal. Como dijera un expresidente de ingrata recordación, “el tal cambio no existe”. En realidad, podemos afirmar que el cambio sí existe, pero se ha manifestado como una brutal destrucción.
Gustavo Petro tiene una respuesta prefabricada para cada escándalo, siempre en contradicción con los hechos. Ante los constantes descubrimientos de corrupción en su administración, que surgen casi semanalmente, recurre a la narrativa de un supuesto “golpe blando” en su contra, argumentando que intentan derrocarlo. Recientemente, al referirse a los repugnantes acontecimientos en la Unidad Nacional para la Gestión del Riesgo de Desastres (Ungrd) y otras entidades gubernamentales, proclamó sin sonrojarse: “La lucha contra la corrupción es una de las banderas que más he defendido a lo largo de mi vida. Siempre he buscado y exigido transparencia en el uso de los recursos públicos en Colombia”.
No obstante, lo que se ha revelado hasta hoy en la Ungrd, sumado a los delicados cuestionamientos sobre la financiación de su campaña, los pasaportes en la Cancillería, los contratos adjudicados a un mismo contratista en la Aeronáutica Civil, los hallazgos en RTVC, entre muchos otros casos, supera cualquier análisis sobre la podredumbre del gobierno en el manejo de los recursos públicos. Verdaderas mafias de la corrupción han tomado el control del poder en Colombia.
La “maldita mermelada”, como recientemente la denominó el expresidente Uribe, infiltrada en el Estado por décadas, parece insignificante comparada con lo que está sucediendo actualmente, por cuenta del “cambio”. Cuando Olmedo López confesó que en la Ungrd se había distribuido $380 mil millones a congresistas “por órdenes superiores”, Petro negó de inmediato los delicados señalamientos; afirmó: “Mi gobierno no compra congresistas. Los titulares que así lo insinúan son mentirosos”. Sin embargo, no se trataba de simples insinuaciones mediáticas, sino de la confesión de un funcionario de su confianza.
La cuantía de estos escándalos asciende a billones de pesos. Y lo más grave, siendo todo espantoso, es aquella confesión de Olmedo López sobre la orden recibida de otorgar contratos al Eln para “salvar el proceso de paz”. Es decir, el Estado financiando a un grupo terrorista y narcotraficante que asesina, secuestra y extorsiona a los colombianos.
Mientras tanto, Petro está desesperado y acorralado por todos los escándalos y trata de desviar la atención: “…me desobedecieron, eso no puede pasar en este gobierno”, afirmó. En otras palabras, todo ocurrió a sus espaldas. Aplica la reedición de la célebre frase del cardenal Pedro Rubiano, dirigida al expresidente Samper durante las investigaciones sobre el ingreso de dineros del narcotráfico en su campaña: "si a uno se le mete un elefante a la casa, lo ve”. Hoy tenemos que decir, parafraseando al ilustre prelado, que el elefante ha regresado, se le metió en la casa y Petro dice no haberlo visto.
Aquí tiene que pasar algo. Son urgentes las acciones. Existen suficientes pruebas para que la justicia investigue y castigue a los servidores públicos involucrados, sean ministros o congresistas. Y en el Congreso de la República, los senadores y representantes que no estén impedidos ni salpicados por estos escándalos, tienen la responsabilidad patriótica de adelantar un juicio político contra Gustavo Petro, llegando hasta las últimas consecuencias, además de su renuncia.
@ernestomaciast