A los ya conocidos problemas de hacinamiento en nuestras cárceles, que algunos señalan en el 48% y que ha conducido a la violación de los más elementales derechos humanos, como que hay pico placa para dormir en cárceles como la del Pedregal en Medellín, aflora otro igualmente grave, que todos sabíamos, pero que pocos se atrevían a señalar, que es el de la corrupción, no de solo de algunos de sus guardias, sino también de algunos de sus directores. Dos directores de importantes centros de reclusión capturados en los últimos meses por extorsionar a los reclusos y 120 miembros del Inpec procesados por hechos de corrupción en los dos últimos años, es indicativo de que el sistema está colapsado por este flagelo y hay que repensarlo.
En las 133 cárceles y penitenciarías del país ha imperado la ley del silencio para que cada uno de los esquemas de poder dentro de las cárceles pueda hacer su agosto corruptivo. Desde el director, que cobra $300 millones por un cambio de patio, hasta el guardia que permite la entrada de droga, armas, comida o un celular y los reclusos que distribuyen. En las cárceles impera el hampa y son verdaderas universidades del delito. Todo puede pasar allí menos la rehabilitación de un preso.
Tenemos cárceles vergonzosamente hacinadas con una población carcelaria en medio de la violencia. El espacio es insuficiente hasta para dormir y no es atípico que los internos pernocten de pie, por turnos o en los baños. El personal penitenciario es insuficiente para mantener la seguridad y aprovechan los criminales con liderazgo criminal para instaurar su sistema de privilegios. El aseo, la higiene, la alimentación son insuficientes y las visitas familiares se dificultan.
Cesare Bonesana, marqués de Beccaria, nacido en Milán el 15 de marzo de 1738, animado por Alessandro Verri, protector de los reclusos, se interesó por la situación de la justicia y de las cárceles de su época. Para sus indagaciones visitó las cárceles y se hizo pasar por preso. Denuncio los más graves atropellos contra los derechos humanos que se cometían en las reclusiones de entonces. Gracias a sus denuncias y las duras críticas sobre la crueldad con que se trataba al prisionero, la sociedad europea llegó a la conclusión de que la pena que se impone al condenado, no solamente debe ser aflictiva y sancionatoria, sino que también debe ser reconstructiva y resocializadora.
Si el marqués de Beccaria visitase hoy alguna de las cárceles de nuestro país, vería la inutilidad de sus denuncias en la época, porque estamos en lo mismo que él contempló horrorizado.
El país debe pensar en un verdadero revolcón para el sistema carcelario. Muchas opiniones se escuchan, desde separar organismos de administración y vigilancia, construir más cárceles y hasta privatizarlas para buscar un funcionamiento más eficiente, más seguro y más humano. Que la pena sea aflictiva, como lo es toda reclusión, pero que también permita la rehabilitación y la incorporación del recluso a la sociedad. Hay que pensar también en remplazar las condenas en prisión por medidas sustitutivas, más efectivas en términos de readaptación social y menos caras: monitoreo electrónico, libertad condicional, servicio comunitario, justicia terapéutica y otros, por supuesto, para ciertos delitos. La realidad es que como venimos, no podemos seguir.