Hace poco, en este diario, mi profesor de Derecho Internacional y director de tesis de grado, Rafael Nieto Navia, nos contó que Minciencias ha pedido al Congreso la aprobación del Tratado de 1967, con lo cual -dijo él- “se renunciaría para siempre hasta a la esperanza de defender nuestra órbita geoestacionaria”. En efecto, su art. II, dicho Tratado señala que “El espacio ultraterrestre, incluso la luna y otros cuerpos celestes, no podrá ser objeto de apropiación nacional por reivindicación de soberanía, uso u ocupación, ni de ninguna otra manera”.
Colombia ni lo firmó ni adhirió a él, como sí lo ha hecho casi el resto de la comunidad internacional. Nos es neutro, en desarrollo del principio pacta tertiis nec nocent prosunt (los acuerdos internacionales no pueden ni perjudicar ni favorecer a terceros Estados) aceptado doctrinaria y jurisprudencialmente y aún previsto en la Convención de Viena sobre el Derecho de los Tratados. Según esto, no existe una relación jurídicamente vinculante para Colombia con respecto a los términos del tratado, simplemente nuestro país ha querido reafirmar su autodeterminación y libre consentimiento para someterse a tratados-leyes.
Y como el documento podría ser lesivo para nuestros intereses en el espacio exterior, se había optado por no acogernos a sus términos. Pero sí nos vincularía la enorme exigencia de la comunidad internacional en torno de la obligatoriedad de considerar el espacio ultraterrestre como patrimonio común de la humanidad -res communis- no sujeto a reivindicación de soberanía por Estado alguno. Sería por derecho consuetudinario y tal costumbre- fuente principal del derecho internacional, sí nos vincularía -jus cogens- y el mismo maestro Nieto Navia nos enseñó que tal característica se da cuando tal norma tenga por fundamento, bien los principios generales del derecho, bien la costumbre internacional. Pero ello no significa que tengamos que aprobarlo en el Congreso.
Colombia, hemos escrito, ha manejado mal el asunto de la órbita -ese particular acaecimiento en ámbito sideral, ubicado a unos 36 mil km. de altura de los Estados ecuatoriales- cuya utilidad práctica se da con la colación de un satélite artificial que giraría sincrónicamente con la tierra, con enorme utilidad en el campo de las comunicaciones. Se pretendió, primero, reivindicar soberanía con el argumento de la subyacencia sobre algo jurídicamente inapropiable y por ello ha debido abandonarse -sugerimos en nuestra tesis- en favor de la exigencia de un reconocimiento de derechos preferenciales sobre el recurso orbital, en aplicación del principio de la analogía Derecho del Mar- Derecho Espacial y sería como una Zona Económica Exclusiva, que para el Nuevo Derecho del Mar constituye “un área situada más allá del mar territorial y adyacente a éste, sujeta a régimen jurídico específico”, con derechos preferentes para fines de explotación.
Post-it. Para incentivar nuestra ratificación a la III Convención de la ONU sobre el Derecho del Mar de 1982, Elizabeth, hija de Thomas Mann, fundadora del Instituto Oceanográfico Internacional (IOI), con sede en Halifax, Canadá, nos organizó en el 86 un Diplomado a un grupo de funcionarios de cancillerías tercermundistas, pero a pesar de tantas y tan buenas atenciones, continuamos con la idea de no ratificar, thank you.