Lo habíamos previsto hace un año: antes de esconder el grueso de las armas en alguna parte, las Farc no deben estar pasando afugias económicas, pues seguramente estarán muy cerca de las caletas supérstites del proceso de paz y se ha conocido el dato de que habían movido desde la selva 500 millones de dólares y pretendían abrir cuentas en Grecia y Turquía; y aparece ahora una reveladora carta “apócrifa” (como dieron en llamarla) de Romaña a Timo, Pastor y Lozada.
En resumen, lo que ese ángel negro, inventor de las pescas milagrosas, quiere decirles a sus excamaradas es “hagámonos pasito” y no dejen de ayudar clandestinamente a las disidencias con parte del oro, dólares y ese reguero de bienes “no declarados” al cierre del proceso de paz. Y dice Romaña “a mí la diplomacia se me acabó” (como si alguna vez en la vida la hubiera tenido) para al final sentenciar: “respetémonos y cuidémonos los unos con los otros, porque de todos lados hay rabo de paja”. Hubiera podido decir, también: “respetémonos y cuidémonos los unos con los otros, pues de todos es el paraíso que nos rubricó Santos”. Todo parece coincidir con partes bíblicas. Se trata, en efecto, de una perfecta Epístola Pastoral (dirigida a Pastor Alape y compañía, suerte de fariseos, falsarios farianos, para quienes “el río de la verdad va por cauces de mentiras” para desembocar en un mar de Farcsa) y contiene un repertorio de quejas y reclamaciones relativas a su conducta personal con relación a sus hermanos separados, los disidentes enclavados en la Nueva Marquetalia, Venezuela; y antes de que se conociera esta epístola que lo incriminaba, Lozada salió a las volandas a delatar el magnicidio de Álvaro Gómez Hurtado y allí nuestro Praetor Barbosa debe pronunciarse, presto, antes de que la JEP lo enrede todo y declare cosa juzgada. De alquilar balcón la II Carta de Romaña -que saldrá algún día- donde se profundizarán los desacuerdos fundamentales entre sometidos y disidentes.
Post-it. Nos siguen abandonando las más rutilantes estrellas de la radio. El turno fue para Iván Parra, orgullosamente cuyabro, de gallarda apostura, el mejor narrador de toros de Colombia en todos los tiempos, con una voz celestial, un verdadero poeta del micrófono que lo metía a uno en el ruedo sin estar en la plaza. La última vez que pude verlo fue en Cañaveralejo hace un par de años, casi paralítico, casi sin poder levantar su cara para mirar a toro y torero juntos, y entendí que su reino ya no era de este mundo. Y tampoco pudo terminar sus días en la primera cadena radial colombiana, como le ocurrió a los más grandes (Juan Harvey, Gustavo Niño, Alberto Piedrahíta, Hernán Peláez) porque a los españoles, muy de Prisa, les dio, en su caso, por darle estocada final a la fiesta brava, ellos que eran dizque sus grandes cultores. Dios lo tenga a su diestra, de narrador central en la Monumental Morada Eterna, a la que llega montado en hombros con un sonoro aplauso de quienes tuvimos el privilegio de conocerlo y escucharlo en barrera.