La historia de la corrupción es tan antigua como la humanidad. Actualmente y con la globalización, estamos enterados de que son muy pocos los países inmunes a este mal. Tal vez, en donde no se ve con el descaro al que estamos acostumbrados, es en los países nórdicos y los que tienen la pena de muerte por este delito.
Latinoamérica ha sido muy golpeada asumiendo un carácter transnacional. Existe corrupción tanto en lo público como en lo privado, afectando la dignidad de quienes pagamos impuestos y nos consideramos buenos ciudadanos.
Cuando se tiene fragilidad institucional, falta de control de las finanzas públicas, ausencia de veedurías en los procesos de contratación, una cultura política corrupta que se ha legitimado a través de los años e impunidad total de la justicia y la no efectividad de los órganos de control, ya sea porque están contaminados o son manejados por conveniencias políticas, se vive con desesperanza y decepción. Son los medios de comunicación quienes, con sus investigaciones, destapan los escándalos.
Pareciera que la corrupción es parte de nuestro ADN, pero no es así, proporcionalmente son menos los que la ejercen que quienes la sufrimos. El puntaje de Colombia es de 40 sobre 100, en el informe de Transparencia Internacional. En ese ranking mundial pasamos del puesto 87 al 91 entre 189 países analizados. Las noticias diarias nos hablan de los sobornos del gobierno a los congresistas, de las tajadas de éstos en la contratación, del sector privado inmiscuido en los contratos públicos, del amiguismo, nepotismo y de los ‘elefantes blancos2, entre otros. Cincuenta billones al año son las pérdidas anuales sin contar lo que produce en aumento de pobreza, violencia, ineficiencia, inequidad e inestabilidad.
La corrupción es definida por Orellana y Velazco, investigadores del tema como: “Un fenómeno complejo, subjetivo, y variado que abarca una serie de practicas publicas y privadas, a través de las cuales los cargo y recursos de una organización o institución son utilizados para fines distintos a los originales, en provecho de unos pocos, (los promotores de dichas prácticas) y en perjuicio del bien común”.
Es muy común oír acerca que heredamos estas prácticas desde cuando nacimos como Estado y que lo aprendido en la colonización se ha transmitido, generacionalmente, a través de los siglos. No hay estudios científicos al respecto, pero tratamos de justificarnos aduciendo que estas han sido las razones de este karma.
¿Que hemos hecho tan mal los colombianos que cultural y sociológicamente hemos llegado a tales profundidades? En qué aspectos de nuestro engranaje educativo hemos fallado, como sistema y como familias, ¿trastocando nuestros valores y principios? Cuando el egoísmo, el dinero y el no respeto a la Ley cambió los paradigmas de una sociedad que se jactaba de honorable y honesta ¿Se olvidó nuestra educación en transmitir a través de sus currículos la importancia de la moral y de una ética del comportamiento donde la honestidad, la verdad y por supuesto la solidaridad fueran la base del núcleo familiar, vital para cualquier sociedad?
¿Por qué no hemos decidido parar como sociedad este cáncer? Pareciera que estamos adormecidos frente a esta realidad. ¿No es ya un imperativo moral decidir tomar las riendas de nuestro futuro, haciendo un trabajo holístico de información, capacitación que involucre todos los estamentos sociales, insistiendo en transmitir los valores y principios fundamentales? ¿Cuándo vamos a exigir la calidad que requiere la educación para evitar las inequidades y desigualdades?
Definitivamente si no nos unimos como sociedad y tomamos estas banderas, será difícil que Colombia erradique este flagelo que la está matando.