Si hay una música que ilumina el alma y escruta la conciencia, esa es el fado.
Mezcla de nostalgia, fatalismo y delación de misterios y secretos, también es la música de la resiliencia: las penas convertidas en ilusiones y alegrías.
Que es, exactamente, lo que nos produce el dejarnos mecer con melodías como las de Carminho, Antonio Chainho, Ana Moura, o Camané.
Pero, en particular, Cristina Branco, a lo largo de múltiples veladas en las que el vinho verde se abre paso recordando ‘A Uma Princesa Distante’:
“Jamais voltaremos a ver-nos.
Entre nós dois há um mundo pelo meio.
Por vezes, de noite, à janela nos detemos.
Mas são outras as estrelas que vemos ...”
Fado que no se puede entender sin el piano y el contrabajo, pero, menos aún, sin la guitarra portuguesa, el instrumento más hermoso del mundo.
En forma de pera, creada por Luis Cardoso Soares, sus doce cuerdas metálicas, por pares, metidas en las maderas de palo santo y abeto, vibran hasta lo más hondo de la pasión amorosa, aunque también ideológica.
Que es así como ella fluye cuando entona ‘Água e Mel’:
“Abri meus olhos.
Abri meus olhos ao dia.
Escutei a melodia
Que ao céu se eleva do Pó
O vinho novo.
Se provei o vinho novo
Se amei e honrei o povo
Meu Deus, porque estou tão só …”
Y así, recordando las callejuelas del barrio de Chiado y Mouraria, añorando La Baixa, o el de Alfama con los estrechísimos aromas de flores y copas en su Perreirinha, se rememoran los respiros en el Funicular de Bica y se tararea algo de aquello con lo que Cristina Branco nos ilusiona en ‘Angústia’:
“Assim fui buscando p'ra esquecer
Que tudo perdi por uma mulher.
Mas quando o mar reluz, preso do encanto
De novo me afundo, lavado em pranto …”
Al fin y al cabo, el origen del fado está en el latín “fatum” (destino); y ya sea con los estudiantes de las facultades de Coímbra, o los militantes de un partido y el otro, el fado, tan nostálgico como vibrante, marcará justamente eso: el destino, en su más íntima expresión posible.