FERNANDO NAVAS TALERO | El Nuevo Siglo
Miércoles, 1 de Febrero de 2012

Camisa de fuerza

La comunidad mundial se conmovió en octubre del año pasado ante las escenas que divulgaron los medios de comunicación, registrando la liberación de Gilad Shalit, el soldado franco-israelí que fue canjeado por 1.027 palestinos presos, gesto que fue considerado como útil y necesario para encauzar las conversaciones que conduzcan a un acuerdo de paz y a la terminación del conflicto. Las expresiones de júbilo se oyeron en los dos extremos de los pueblos enfrentados. Claro que no faltaron las críticas de quienes consideraron que este gesto debilitaba las razones de la autoridad.
¿Cual autoridad? La Ley.
Particularmente, del acontecimiento, hay que destacar que el intercambio superó las argumentaciones legales que se hicieron para objetar este acercamiento; en otras palabras, no hubo ley alguna que se impusiera como razón de Estado para impedir que la decisión política se ejecutara. Este antecedente permite confirmar que el derecho no es la ley y que la justicia no es otra aspiración que el logro de la paz y la convivencia de los pueblos. El derecho es el producto del diálogo múltiple que suscita, finalmente, un consenso.
Tristemente, ese consenso que genera el derecho la mayoría de las veces sólo se consigue cuando la ley del más fuerte ha fracasado, como suele fracasar siempre y ha fracasado a lo largo de la historia. ¿Por qué, entonces, esperar a que la fuerza de la razón se imponga a la razón de la fuerza para convenir las reglas de convivencia que aseguren la paz y la justicia? Sencillamente porque la ley no tiene su origen en la voluntad colectiva sino en la decisión de unos pocos que disfrazan sus intereses con la máscara del mandato general, impersonal y abstracto: la ley, una camisa de fuerza.
Para llegar a este tipo de consensos es indispensable un diálogo constructivo entre las partes en conflicto, apelar a la conciliación, un procedimiento aparentemente novedoso al cual se ha acudido desde que el hombre reconoció que el verbo es la fuente de toda la cultura y la civilización de la humanidad y que en el concierto de las naciones se ha redescubierto como una fórmula mágica, una fórmula que no hace otra cosa que confirmar que el derecho es diálogo.
Si la paz es un derecho y una obligación, como lo proclama solemnemente el derecho fundamental, hay que idear métodos que hagan posible ese mandato y reconocer que únicamente el poder de la razón puede superar las crueldades del poder absoluto de los bárbaros. Intentar la reconciliación ha sido una de las tareas que las naciones han ensayado a lo largo se su existencia y a no dudarlo no han sido ensayos en vano. La historia registra páginas indelebles que enseñan cómo los pueblos se pueden conducir a la concordia sin pensar exclusivamente en arrasar a los contrarios. Si no, ¿entonces para qué hablar de la Democracia como forma de gobierno perfecta?