FUAD GONZALO CHACÓN | El Nuevo Siglo
Jueves, 10 de Julio de 2014

Mis recuerdos mundialistas

Era  un 26 de junio de 1998 y yo estaba en la casa de techos altos, casi eclesiásticos, de mi abuela en San Gil frente al televisor raquítico de antena parabólica que no cambiaría hasta hace muy poco. Mi familia había atravesado el Cañón del Chicamocha aquel viernes para acompañarla a ver el cierre de la participación de Colombia en el mundial de Francia. Con las esperanzas intactas por nuestra victoria providencial ante Túnez con el gol de Léider Preciado, que mi papá gritó a rabiar mientras mi mamá preguntaba quién era ese jugador, llegamos a Lens aguardando por el milagro. Una victoria épica contra Inglaterra nos pondría en octavos de final. No sucedió nada de ello, un Mondragón en sus mejores años no salvó de una goleada apabullante, pero no pudo con los bombazos de Beckham y Anderton.

En ese entonces yo tenía seis años, o seis y medio según esa maña párvula de agregarse edad que uno deja cuando está viejo. Era mi primer Mundial y no tenía muy claro qué era lo que sucedía, aunque mi papá siempre ha dicho que me ponía frente al televisor para ver los partidos de Estados Unidos 94, pero de eso no guardo memoria alguna. No alcancé a llenar el álbum porque la economía de un niño de primero de primaria no da para eso, pero sí pude conservar algunos testimonios impresos de esa época que hoy guardo como un tesoro y vuelvo a mirar con cierta nostalgia.

Fue la última vez que vi los rizos dorados del pibe Valderrama batirse al viento con su espeso bigote mientras sus pies mágicos tocaban una sinfonía futbolística que habría de quedar grabada en mis pupilas. Ese escudo colombiano del balón rojo bordado al pecho, que parece tan sencillo comparado con las águilas imperiales rusas, los feroces leones holandeses e ingleses o las coronas floreadas belgas, nunca jamás volvería a ser enfocado por las cámaras en tierras extranjeras mientras sonaba el himno previo a una contienda en pos de la Copa del Mundo. Crecí y añejé durante 16 años cambiando monas en el recreo con nombres que me eran extraños, haciendo fuerza por equipos temporales que no eran el mío.

Entonces llegó la eliminatoria para Brasil y el no tener el pentacampeón en la lista de rivales por un cupo encendió de nuevo la ilusión. “Así pasemos por repechaje” escuché decir y dije muchas veces, porque mi generación creció con la sombra del fracaso, los fantasmas de un punto o un gol de menos que al final nos dejaba de nuevo por fuera, por no nombrar el sospechoso empate que siempre se da en la última fecha durante el clásico del Río de la Plata.

Pero nadie esperaba esto. Un grupo de guerreros que salió victorioso a lo largo de toda Sudamérica nos dio una clase de humildad y nos concedió el mejor Mundial de nuestra historia, uniéndonos en un corazón. Gracias a ellos mis recuerdos mundialistas están renovados, ya no con nostalgia sino con fe por lo que ha de venir.

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