La orden presidencial de eliminar las nóminas paralelas públicas, coloca sobre la mesa un reto esencial para el funcionamiento del Estado, al que se le ha hecho el quite. Más de un millón de contratistas constituyen una institucionalidad alterna, con la que se suplen deficiencias de nómina, se cubren cuotas clientelares y se pone en riesgo el derecho al trabajo digno en el sector público.
La contradicción entre un Estado reducido y la necesidad de atender crecientes necesidades sociales, abrió camino al uso desmesurado de las órdenes de prestación de servicios, tanto a nivel nacional como territorial.
Una falacia con la que se pretendió atender posturas neoliberales eficientistas, pero a la vez responder a requerimientos colectivos, con un ahorro ficticio que, por el contrario, generó la principal causa de litigio laboral en lo administrativo, el mayor costo por condenas judiciales y, sobre todo, la deslegitimación de la función pública, pues ni los servidores estatales ni los contratistas están conformes con este esquema de gestión de personal.
Legalmente la contratación por prestación de servicios está reservada para eventos en que se requiera personal especializado y se carezca del mismo en la nómina de las entidades, lo que supone el desarrollo de proyectos o necesidades específicas, por naturaleza de carácter temporal.
No obstante, la insuficiencia de las plantillas burocráticas y el poco uso de las plantas temporales, además del apetito dedocrático y los abusos que ocurren, han provocado que sea común que los contratistas cumplan actividades del resorte ordinario de las entidades y, lo que es peor, que en algunos casos no hagan nada diferente a justificar sus honorarios.
La vinculación contractual genera, además, diferencias discriminatorias en temas como capacitación, bienestar, pago de seguridad social y acceso a subsidio familiar. También inestabilidad, a la vez que provoca traumatismos en cuanto a subordinación y línea de mando, menor pertenencia institucional, conflictos con el servicio de carrera, movilidad y dependencia clientelar.
Es hora de ponerle el cascabel al gato. Lo instruido por el Presidente ha de entenderse como un llamado institucional estratégico a enfrentar el problema, sin que se pretenda que la instrucción sea la solución, ni acabar el mal eliminando a los pacientes.
No se trata de dejar por fuera a quienes vienen trabajando para el Estado en condiciones precarias, sino de formalizar la fuerza laboral pública. Es tiempo de validar las necesidades institucionales y cortar el chorro a corbatas innecesarias, pero a la vez, de iniciar un proceso gradual de readecuación de las nóminas estatales, de tal suerte que se actualicen las plantas de personal.
Bien vale la pena valorar la alternativa de crear tipos de vinculación de personal con el Estado, particularmente en sectores como el de la salud, en el que el uso de las órdenes de prestación de servicios es relevante. Quizá un tipo alternativo al de trabajador oficial pudiera ser adecuado en ciertos frentes, lo mismo que actualizar definiciones en torno a las plantas temporales y su uso frente a proyectos de inversión que adelanten las entidades, todo a partir de una adecuada planeación.
Con la decisión política que ahora se expresa seguramente se podrá avanzar hacia formalizar el empleo público, pues los intentos hasta ahora ejecutados han sido precarios. Un documento Conpes, definiciones en el Plan de Desarrollo, ajustes normativos, una guía metodológica actualizada para las entidades, acompañamiento desde un programa estratégico del Mintrabajo y el Departamento de la Función Pública y los órganos de control, servirán de ruta para este propósito.
Sincerar al Estado, eliminar consejerías y actualizar la administración se imponen. Formalizar y dignificar, no desmantelar lo público, es el camino.