GLORIA ARIAS NIETO | El Nuevo Siglo
Viernes, 18 de Octubre de 2013

PUERTO LIBERTAD

Menos abismos y más puentes

“Los  recién nacidos también tienen derechos. Así no hablen, ni voten”. Lo dijo ayer  en Montevideo, el profesor Raúl Mercer; médico argentino, profundamente humano y líder de una dulce y  valiente  revolución por los derechos de los niños y los adolescentes; pregonero y constructor de lo que debe ser una salud pública digna, respetuosa y accesible.

Sería bien distinto nuestro planeta, si ese enunciado lo aplicáramos a todo y a todos. A las personas al borde de la muerte y al borde de la vida; a las comunidades marginadas, desplazadas y olvidadas; a los que han sido vulnerados en su intimidad, en sus creencias, en su cuerpo y sus costumbres; a los que caen asesinados por una bala perdida, o por una bala marcada; a los que nacen presos de una adicción,  una miseria o  un olvido. A los árboles que se arrancan de tajo para construir edificios, y a los animales que mueren para reencarnar en abrigos, mantas  y billeteras. A las aguas contaminadas de petróleo, y a los campos invadidos por cultivos de coca y fusiles.

Hay cosas que construyen el común denominador de una ética de mínimos, y que deben estar al alcance de todos: agua potable, techo, no sufrir por hambre… Pero también se necesitan escuelas que no mientan, hospitales que respeten la dignidad humana, políticas públicas  fieles a lo que dice su nombre, y no al bolsillo de quien las predica. Se necesita tener en quien confiar y a quien querer. Una causa y un ser que inspiren credibilidad.

Urge tener la posibilidad de tomar decisiones, a partir de informaciones veraces y oportunas. Comprender la enorme responsabilidad que implica  estar vivos, y que el mundo no puede ser  un yo-yo con la cuerda rota, o enredada en las manos de un cíclope siglo XXI.

Una ética de máximos obliga a pensar en los sentimientos de las personas; en su integridad, su fragilidad, su exposición a la exclusión, a la ansiedad y el abandono.

Las personas y las sociedades no son un costal de huesos y semáforos, crímenes y reglas, amontonados para que cada uno se defienda como pueda. A todos nos compete ayudar a tejer una red de hilos conductores que valgan la pena; red  de corresponsabilidad y conciencia aplicada al bienestar común. Donde el egoísmo y la envidia dejen de ser epidémicos; y la empatía, la mirada de frente y los ojos limpios, no sean expresiones románticas, sino el pan cotidiano de las relaciones, los pactos y los encuentros.

Nos corresponde construir menos abismos y más puentes. Menos ausencias, menos mentiras, más manos confiables.

Creo que en términos generales, las personas están más inclinadas a construir que a destruir; a querer, que a odiar. Madurar no es volverse indiferente, perverso o ausente. Madurar es asumir responsabilidades. Más de veinte siglos de era cristiana -sumado a todo el tiempo que transcurrió AJC- son más que suficientes para asumir el riesgo y el reto de ser una sociedad responsable. Es más emocionante que imposible. Y si no ¿a qué vinimos?

ariasgloria@hotmail.com