Entre las garzas y el óxido
Carretera que lleva de Cartagena a Barranquilla. Ahí, literalmente descolgándose por la baranda del puente, a la altura del poste 61 -entre la ciénaga y el lodo, entre las garzas y el óxido- viven Mariana y su esposo Miguel; siete hijos nacidos, uno por nacer, tres perros, un gato, dos palmas, y una alucinante mezcla de pobreza extrema, ternura y bondad.
Como si el mundo hubiera sido generoso con ellos y su modus vivendi fuera justo, a ellos les brillan los ojos, sonríen, abrazan, agradecen; ni maldicen ni protestan, ni odian ni cuestionan.
Johnatan es el quinto hijo, tiene 4 años y un tesoro que muestra con orgullo: abre su mano y veo un pedacito de barro del tamaño y la forma de un garbanzo, negro y brillante.
-Mira -me dice eufórico- ¡encontré una bolita de oro!
Y con una sonrisa que atraviesa su rostro de canela, me cuenta cómo todas las mañanas se levanta muy temprano a jugar bajo el puente. Ahí están todos sus juguetes: clavos oxidados, matorrales de chamizos secos, excrementos de perro, los palos que dejó la última inundación, y un charco de fango que -en sus manos y en sus sueños- se vuelve una mina de oro.
A pocos pasos de su mina, en unos 20 metros cuadrados demarcados por estacas, tejas y adobe, vive la familia de Mariana. Tres colchones de algodón y un reverbero, un costal relleno de icopor, una fotografía y un martillo, constituyen toda la dotación de esta morada que está no sé cuántos kilómetros por debajo de la línea de pobreza.
Mil pensamientos, sentimientos y remordimientos pueden nacer de la visita a esta familia. Los nombres de las personas y el número del poste se han cambiado por respeto a su intimidad, pero todo lo demás es real.
Uno se pregunta de qué fibras están hechos Miguel, Mariana y sus hijos, para que no haya en sus ojos un asomo de odio, ni resentimiento. ¿De qué están hechos para que dediquen las pocas fuerzas que les deja la desnutrición, al dulce verbo de abrazar, en vez de darle puños al mundo?
Si Johnatan es capaz de convertir el barro en oro y su hermana Nathalie -descalza y sonriente- vende trocitos de mango en la playa, quiero saber cómo corregir el rumbo para que los niños que se están educando para ser los dirigentes del país aprendan a no llorar amargamente cuando a la Barbie se le pierde un zapato, o se acaban las pilas de la ranger de control remoto.
Cuando se habla de cifras de inequidad y del deshonroso ranking colombiano, el tema se vuelve aún más doloroso, cuando se comprende que detrás de cada número hay un rostro de la vida real, un cuerpo de carne y hueso que vive en extrema indignidad, mientras el mundo sigue girando, atravesado por abismos de los que todos somos parcial o totalmente responsables. Y no digo culpables, solo porque creo que la responsabilidad es potencialmente más eficiente que la culpa.
Hoy iba a escribir sobre el Hay Festival en Cartagena. Pero no pude. No hay literatura más impactante que la realidad.