Desde el año 1900, Latinoamérica ha experimentado más de cien golpes de estado, práctica infame que aún persiste. En Colombia, así como en Costa Rica, solo ha habido un golpe exitoso en los últimos 124 años. En otros países, se trata de una enfermedad institucional crónica, experimentada en carne propia por cada generación.
Quizás el caso más dramático sea el de Bolivia, donde, desde 1900, han ocurrido trece golpes de estado exitosos y dos fallidos, incluyendo el del pasado 26 de junio. Las motivaciones detrás del mismo permanecen inciertas, potencialmente ligadas a un conflicto de liderazgos dentro del socialismo hegemónico que llegó al poder bajo Evo Morales hace casi dos décadas. Sin embargo, el mismo suceso revela una vulnerabilidad profunda en la institucionalidad boliviana y debe llevarnos a la reflexión sobre lo que significa, verdaderamente, un golpe de Estado.
Empecemos por establecer que la destitución legal de un mandatario no constituye un golpe de estado, como ha sugerido con arrogancia incendiaria el presidente Petro. Lo que ocurrió en Bolivia no se puede comparar, por ejemplo, con la destitución de Dilma Rousseff en el año 2015, porque en las repúblicas constitucionales el soberano no es el presidente sino la ley. Los mandatarios gozan del poder únicamente en virtud de la ley. Siempre que abusen de él, es la responsabilidad sagrada de las autoridades competentes investigar y sancionar a los jefes de estado según los términos que establezca la ley. Los golpes de estado, entonces, no se caracterizan por la hostilidad a una figura política, por más que esta figura haya obtenido una victoria electoral, sino por la ruptura violenta con la institucionalidad con el fin de imponer un nuevo estado. Estigmatizar como “golpe blando” al normal funcionamiento del equilibrio de poderes es una actitud profundamente golpista.
Ningún caso ilustra tan nítidamente esta tergiversación como la crisis política peruana de diciembre de 2022. El entonces presidente Pedro Castillo, representante de un partido Marxista-Leninista, enfrentaba su destitución inminente por presuntos actos de corrupción. En vez de someterse a la justicia con dignidad, decidió proclamar ilegalmente la disolución del Congreso, la intervención del poder judicial, la imposición de una nueva asamblea nacional constituyente, y una orden de detención contra la entonces fiscal general de la nación. Afortunadamente, las fuerzas del orden apoyaron a la institucionalidad y arrestaron a Pedro Castillo. Su golpe de estado había fracasado.
En este escenario, Gustavo Petro se convirtió en el principal defensor internacional de Castillo, caracterizando al golpista como un “hombre acorralado” cuyo error habría sido comprensible. Por otro lado, acusó a la República del Perú, representada en su Congreso y sus cortes, de haber ejecutado un “golpe de estado” contra Castillo. En la lógica perversa del petrismo, los golpistas son víctimas y las víctimas, golpistas.
Fueron especialmente preocupantes dos reacciones de Petro a los sucesos en Bolivia. Por un lado, trinó imágenes de ciudadanos bolivianos tomándose las calles en oposición al golpe de estado, celebrando esta reacción “ante un golpe blando o duro.” Petro no distingue, entonces, entre la toma violenta del poder con tanques y bayonetas, como ocurrió en Bolivia, y la destitución legítima de un corrupto o tiranuelo, lo que consideraría un “golpe blando.” Por otro lado, acusó sin fundamento a la senadora María Fernanda Cabal de apoyar al golpe boliviano, una calumnia inaceptable por parte de un jefe de estado. Los demócratas creemos en la posibilidad de una leal oposición. Para los golpistas en potencia, ninguna táctica política debe ser escatimada.