Dos modelos
Hablemos de las formas, que también sirve. Recientemente un querido amigo me mencionó un poco en broma un poco en serio, los nombres de dos míticos personajes norteamericanos, Billy The Kid y James Ashby, quienes dejaron desde el remoto siglo antepasado -y cada uno a su manera- su huella bien plantada en la legendaria historia del viejo oeste norteamericano.
Billy se distinguió por pistolero. A sus 21 años había despachado ya a más de veinte oponentes de los más diversos orígenes; desde hacendados y pueblerinos, hasta indios y caporales. James, por su parte, era un jugador tan hábil, que aprendió a transmitir, en los casinos flotantes del Mississippi, todas sus jugadas a través de las notas de la música que él mismo interpretaba.
Dos modelos distintos de vida, dirán muchos. Y efectivamente, hay quienes dedican su existencia a la venganza, a la camorra, a la desmesura. Y otros que aguantan, revisan sus cartas, desesperan, vigilan al oponente con sigilo, mantienen bajo la manga un par de cartas secretas y cuando se sienten seguros, apuestan. (Favor no olvidar las acaloradas guachafitas al final, si quedaban dudas en el juego).
Curiosamente, eché un vistazo al anecdotario de la época, y no encontré vestigio alguno que diera cuenta del encuentro casual o no de los protagonistas de este relato; lamentablemente, porque hubiese sido la ocasión perfecta para descubrir el final del choque de dos modelos.
Pero bueno, que no ocurriera allá, no significa que no pueda pasar en otras latitudes. En Colombia, por ejemplo, todo parece indicar que nuestros Billy y James criollos no lograron esquivarse más, y por hechos muy recientes decidieron imponerse, de una vez por todas, la cita fatal y prolongada para la contienda.
Pueda ser que los lectores me dispensen por haber hecho de lado -por hoy- los principios, los propósitos, las ideologías. Sin querer banalizar la columna ni la coyuntura actual, el ejercicio consistió en echarle un vistazo pasajero a la cara más veleidosa del devenir nacional.
Quiera Dios que el tahúr de la vida real solo use las cartas buenas del naipe que tiene en sus manos para el encuentro y no se le ocurra apostar el patrimonio de un país pobre; y pueda ser que el pendenciero procaz e inamovible devuelva sus armas al cinto; no sea que en el arrebato, se le suelte un tiro de gracia al corazón de la patria.