Hace poco mencioné cómo Twitter y Facebook habían pasado de ser la nueva ágora política en el siglo XXI a entidades sesgadas que participaron activamente en la reciente elección estadounidense a favor de Joe Biden.
En parte, los creadores y administrativos de las plataformas respondieron a una tremenda presión cultural. Su hábitat -San Francisco, California y sus alrededores- es un dominio del Partido Demócrata. El hecho de que Donald Trump hubiera ganado la presidencia en el 2016 contra toda expectativa gracias a su hábil uso de las plataformas digitales dejó a éstas enfrentadas con su público natural. Desde el punto de vista demócrata, la neutralidad de las plataformas las hacía cómplices de sus adversarios.
El reciente motín en el Capitolio fue un punto de inflexión. Al incitar a sus seguidores a “marchar” contra los senadores de su propio partido, Trump engendró la violencia y deshizo su legado. Al expulsar a Trump de sus redes, Twitter y Facebook ejercieron su derecho legítimo como empresas privadas. No obstante, sus acciones previas contra la campaña del actual presidente -particularmente la censura de noticias acerca de los negocios de Hunter Biden en Ucrania- hacen que, para muchos, su decisión sea sospechosa.
El debate actual debe trascender el asunto del futuro político de Trump, inclusive el de la censura en las redes sociales. La elección de Trump en el 2016 fue revolucionaria porque, como él mismo admitió, se debió a su comunicación directa con millones de votantes a través de Twitter y otras redes, razón por la cual la reacción de los intermediarios de la información fue tan virulenta. Pero no sólo los viejos medios de comunicación parecieron ser obsoletos; lo mismo ocurrió con el sistema representativo de gobierno.
De hecho, James Madison y los demás fundadores de Estados Unidos decidieron crear una república y no una democracia porque, a raíz de su interpretación de la historia ateniense, ésta última era peligrosa e inestable. Pero, en el siglo XVIII, el funcionamiento de una democracia pura era impensable dada la imposibilidad de que todo ciudadano votara para decidir todo asunto político, ideal al que aspiraron las democracias antiguas.
Madison argumentó que una democracia directa sólo era posible en un Estado muy pequeño, como una pólis antigua. Hoy, la tecnología digital ha eliminado el problema de la distancia; no hay impedimento físico que imposibilite el funcionamiento de una democracia directa en un territorio extenso.
Muchos denuncian a las redes sociales por la degradación del discurso político y los peligrosos niveles de polarización que han creado a través del mundo. El problema real, sin embargo, puede ser sistémico, una especie de incompatibilidad entre el viejo sistema de gobierno y la tecnología corrientemente en uso.
Tal como el Bitcoin y las criptomonedas están causando una inmensa disrupción en el mundo de las finanzas, es posible diseñar sistemas de gobierno mucho más eficientes, transparentes e idóneos para los próximos siglos. En medio del caos es posible discernir la viabilidad de un mundo funcional que prescinda de los políticos.