En medio del debate acerca del acuerdo entre Juan Manuel Santos y las Farc, pasó desapercibido que, antes del boom de la cocaína, esta guerrilla era irrelevante en términos militares.
Según las cifras de Mario Aguilera Peña, de la Universidad Nacional, las Farc solamente contaban con 802 guerrilleros en 1979, lo cual equivale menos de la mitad de los integrantes que tiene una “bacrim” grande de hoy.
En términos históricos, los años entre 1963 y 1983 tampoco fueron particularmente violentos; el promedio aproximado de homicidios fue de 28 por 100 mil habitantes. Esta “paz relativa” -según el término de Juan Carlos Echeverry- llegó a su fin tras el surgimiento del Cartel de Medellín, auge violento que coincidió con la decisión estratégica de las Farc de participar directamente en el narcotráfico en 1982.
Fue gracias al inmenso flujo de narco-dólares, no a una repentina aceptación popular de las tesis marxistas-leninistas justo cuando colapsaba el comunismo global, que las Farc crecieron de manera vertiginosa hasta contar con 27.000 integrantes -17.000 guerrilleros y 10.000 milicianos- en el año 2002. Esto significa que, desde la violenta década de los 1980, la guerra relevante en Colombia no ha sido la de las supuestas “causas objetivas” bajo las cuales negoció el gobierno Santos, sino la guerra contra las drogas que el acuerdo trató sin seriedad alguna.
Como escribió el economista Luis Guillermo Vélez Álvarez en abril del 2016, el punto de las drogas ilícitas fue “el más retórico y gaseoso” de toda la negociación entre Santos y las Farc. Lejos de avanzar hacia una solución de la causa real de la violencia, el acuerdo sólo produjo generalidades y compromisos con acciones inefectivas como la sustitución de cultivos ilícitos por otros no especificados.
Por ende, no había posibilidad alguna de que el acuerdo Santos-Farc fuera a pacificar al país. De hecho, durante la negociación varios frentes de las Farc anunciaron que no aceptarían sus términos. Este fue el preludio del reciente estallido de masacres, el resultado de la lucha entre las “disidencias” guerrilleras y otros grupos armados por el control de las zonas estratégicas para el narcotráfico.
Lo anterior no significa que reanudar la fumigación aérea de los cultivos de coca sea una buena idea. Como demuestra el incremento de la concentración de coca por hectárea sembrada, esta práctica no sólo es destructiva, sino también contraproducente.
Acabar la prohibición es la única manera de quitarles la capacidad de hacer la guerra a quienes trafican sustancias ilegales. Pero una legalización a medias que deje al Estado como el principal comprador de la hoja de coca -como proponen hoy varios políticos- no toma en cuenta el mecanismo de los precios, que aseguraría la continuidad de la ilegalidad y, por ende, de la violencia.
Colombia tendrá paz cuando la producción y la compraventa de la coca y sus derivados estén en manos de actores privados y legales. Mientras tanto, el Estado puede ayudar con una iniciativa diplomática que una a más países latinoamericanos a la causa.