La historia juzga a quienes la hacen por su capacidad de balancear las obligaciones familiares con el compromiso a algún principio superior. Algunas de las figuras más exaltadas de la historia occidental fueron aquellas que, a pesar del amor por sus hijos, los sacrificaron en nombre de las causas que rigieron sus vidas. El Antiguo Testamento describe la piedad profunda de Abraham, capaz de sacrificar a su hijo, Isaac, ante las órdenes de Dios. El historiador Tito Livio nos enseña que el primer cónsul de Roma, Lucio Junio Bruto, ordenó la ejecución de sus hijos cuando se supo que estos habían traicionado a la República.
Por otro lado, algunas de las personas más infames de la historia han mostrado vestigios de moralidad con el amor a sus hijos. Pablo Escobar, cuyos atentados, asesinatos, y secuestros acabaron con miles de familias colombianas, terminó siendo abatido por tratar de comunicarse con sus hijos, esos mismos por quienes estaba dispuesto a quemar millones de dólares para que no sintieran frío. Sin caer en la trampa de romantizar a los delincuentes, uno de los grandes errores de nuestra memoria histórica, podemos reconocer esa realidad.
Bajo este paradigma, el ser humano más despreciable de todos es el que traiciona a su familia, no en virtud de un principio superior como la justicia o la verdad, sino precisamente para socavar estos valores, motivado únicamente por el ego desaforado, las ansias de poder y el resentimiento ideológico. Es un padre que se enorgullece de haber conocido a su hijo tras las rejas, a quien nunca le importó que creciera en el abandono. A diferencia de tantos padres decentes en nuestro país, nunca se preocupó por darle a su hijo un ejemplo admirable, y a diferencia de Escobar, nunca le insistió que no repitiera sus pecados.
Hoy entendemos que ese hijo se dedicó con convicción a la empresa criminal que llevó a su padre a la presidencia. Entendemos que entabló contactos con narcotraficantes, poniendo en riesgo su futuro y el de su familia -en fin, vendiéndole el alma al diablo- para ayudar a su padre a cumplir su máxima ambición. Entendemos que el padre se ha beneficiado de estos delitos, aunque no sabemos en qué medida fue cómplice de ellos, y que para garantizar su supervivencia en el poder, ha hecho todo lo posible por distanciarse de su hijo, hasta el punto de negar cualquier responsabilidad por su crianza.
Entendemos que Gustavo Petro no tiene ningún problema en proteger a los corruptos, como defendió a Laura Sarabia, a Irene Vélez, y al alcalde de Riohacha, desacatando al poder judicial en este último caso. Entendemos que no defiende a capa y espada a su hijo únicamente porque desligándose de él lo puede instrumentalizar con mayor eficacia, haciéndolo sentir como una “ficha de ajedrez.” Entendemos que Nicolás Petro temía ser asesinado en una cárcel por lo que pudiera decir sobre la campaña de su padre, y que por eso la justicia, magnánima e interesada en la verdad, le otorgó la libertad condicional. Aun así, Gustavo Petro tiene el descaro de tildar de “verdugo” a la institucionalidad colombiana, implorándole a su hijo que no se arrodille ante ella.
El único verdugo en esta historia es el presidente de la República. Por su propio hijo, por la justicia y por la patria, espero que Nicolás logre redimirse contando toda la verdad. Así logrará parecerse un poco menos al actual presidente de Colombia y un poco más al primer cónsul de Roma.