Horacio Gómez Aristizábal | El Nuevo Siglo
Sábado, 15 de Noviembre de 2014

Bogotá y sus alcaldes

 

El que no ama su ciudad no merece vivir en ella. La ciudad es la que nos nutre, nos educa, nos forma. En ella están todos nuestros afectos, sentimientos y esperanzas. Lo más hermoso de la patria grande, es la patria chica. Y el amor a la patria grande empieza por el amor a la ciudad que nos ha robado el cerebro y el corazón. Nadie ha contado el amor cívico como San Agustín. “Ama a tus prójimos, y más que a tus prójimos a tus padres y más que a tu padres a tu ciudad y más que a tu ciudad a Dios”.

Deber trascendental de cada ciudadano es luchar por convertir a su ciudad en lo más respetable, lo más digno y lo más poderoso. Cada nuevo alcalde cuando empieza a ejercer el cargo ejecuta lo más urgente, no lo más importante. Prefieren apagar incendios a llevar a cabo con fervor y mística el proyecto que prometieron a sus electores. Lo mediático prevalece sobre lo sustancial.

La Alcaldía de Bogotá, el segundo cargo más encumbrado del país después de la Presidencia de la República, vuelve vanidosos, exhibicionistas, autocráticos y soberbios a los mandatarios. Ahí tenemos el caso Petro. Improvisador, populista, demagogo, fallido y fracasado en muchos de los aspectos esenciales.

El tema de movilidad, a éste, y a todos los alcaldes les ha quedado grande. Casi todas las capitales de América Latina tienen metro. Panamá, Venezuela, Buenos Aires, Lima. En la metrópoli de nuestro país, con 8 millones de habitantes y con los más diversos recursos, todo lo hemos gastado en estudios, planes, análisis, y anhelos utópicos.

El río Bogotá, con sus olores nauseabundos, constituye un monumento a la indolencia administrativa. Nadie ha ejecutado un proyecto que arregle tan escalofriante tragedia.

Laureano Gómez sostenía que sufrimos el complejo chibcha. Y que cuando un gobernante deseaba construir algo tenía que exponer la idea ante el público, cinco veces por encima de lo que iba a ser en la realidad, pues todos pedían rebajas y más rebajas. Es el enanismo que padece el colombiano. Para ampliar la carretera entre Bogotá y Girardot hemos gastado 12 años y es una de las obras más apremiantes. La carretera transamazónica, en plena selva, la llevó a cabo la guerrilla. El Estado se declaró impotente.

¿Y qué decir de la seguridad? Somos campeones en robo de celulares. Montar en Transmilenio es una proeza. Abundan maleantes, sátiros sexuales, truhanes, perversos morales, locos, atracadores y gentes indeseables.

Hace poco se tramitó un nuevo Código de Policía para regular el comportamiento ciudadano en mil aspectos. Pensamos que esto lo arregla todo. Por ejemplo, se castiga con $ 300.000 al que se introduzca sin pagar al Transmilenio. Pregunto, si no tiene con qué pagar dos mil pesos, ¿cómo hace para pagar la multa? Y si un perro hace sus gracias en un parque, ¿qué autoridad concreta le impone un castigo al dueño? Una ley tan genérica, tan minuciosa -centenares y centenares de artículos-, sin funcionarios específicos, aplicarla se convierte en un canto a la bandera. Sufrimos por fetichismo legal. Se piensa ingenuamente que la norma en forma mágica todo lo resuelve. ¿Y qué decir de la seguridad en las calles, parques y avenidas? Hay que educar a la ciudadanía en el ámbito de la solidaridad. Un alcalde lanzó este eslogan: “Si todos ponemos, todos ganamos”. Al día siguiente aparecieron hojas volantes diciendo: “No ponga nada y gane todo…”.