HUGO QUINTERO BERNATE | El Nuevo Siglo
Martes, 22 de Enero de 2013

Solidaridad criminal

 

Un  oficial de Policía que participó en la investigación que culminó con la devolución de la bebé arrebatada a su madre adolescente, se quejaba de la silenciosa complicidad de los familiares y amigos cercanos de la secuestradora. Nadie se sorprendió, ni intentó contactar a la autoridad, a pesar de ver a la imputada con una niña que no era suya, cuando ya el plagio de la pequeña era de público conocimiento.

Tiene razón el oficial en quejarse. Ese tipo de actos de ignorancia deliberada frente a hechos notoriamente delictuosos no solo pueden constituir un verdadero encubrimiento, sino incluso tipificar probables complicidades u omisiones de denuncia.

Ese comportamiento es lamentablemente generalizado y va mucho más allá de estructurar una ocasional infracción legal, pues lo que en verdad denota es una patología social, con el agravante de que se impone de arriba hacia abajo, es decir, desde la clase dirigente hacia todo el resto de la sociedad.

La indiferencia social ante el crimen es peor aún cuando se extiende al criminal, que aún descubierto, confeso y condenado, nunca pierde sus privilegios sociales, sino que al contrario los mantiene y los incrementa.

Carlos Jiménez Gómez, un Procurador injustamente vilipendiado, acuñó el término de “sanción social” para referirse a la necesidad de que la sociedad aislara los pillos, de modo que sintieran que de verdad la habían defraudado. Un concepto basado en el ostracismo de los griegos y probablemente utópico de aplicarse, pero absolutamente necesario para la cohesión social.

¿Cuántos estafadores, falsificadores, peculadores, cohechadores o condenados por enriquecimiento ilícito, han sido expulsados de sus clubes sociales? Ninguno. ¿O cuántos han perdido sus privilegios de nominación o de influir políticamente en el destino del país, de sus ciudades o regiones? Ni uno.

Tal vez ya nadie lo recuerde, pero la renuncia de la actual Canciller a la embajada ante la ONU ocurrió como protesta ante la pretensión del Gobierno de la época de imponerle personal subalterno, casi todos hijos de individuos comprometidos en actividades non sanctas. Y en épocas pasadas, una de las presentadoras de televisión más famosa y socialmente relevante, se casó en la cárcel con uno de los primeros estafadores financieros condenados en el país. Y esos mismos se escandalizan de las reinas y modelos que se enredan con “traquetos”. Y todos a una dicen condenar el crimen, pero no dejan de celebrar al criminal, o peor aún, celebran con el criminal.

No se trata entonces, como se queja el oficial de la Policía, de un localizado problema de maldad en un barrio bogotano de estrato bajo. Se trata de algo peor: de un comportamiento generalizado que muestra que algo anda mal, o muy mal, en la moral de una sociedad que así como cierra los ojos ante un bebé secuestrado, de la misma manera lo hace ante un estafador financiero, o ante un narcotraficante, o ante un cohechador o, peor aún, aplaude de pie en el Congreso a asesinos seriales.

Tal parece que esa frase de que el crimen no paga ha dejado de ser cierta. Ahora no solo paga, sino que compra: conciencias, complicidades y, sobre todo, silencios.

@Quinternatte