Con sólo ver la TV estos días llegamos a una conclusión inevitable: nuestra sociedad está moralmente enferma, porque la gente parece haberse olvidado de la pandemia y obra como si no existiera, con las calles atestadas de gente vociferante, el fenómeno del lleno en su furor. Lo que ocurrió en Argentina con la muerte de Maradona es patético signo de que las cosas no marchan como debieran; en él, los valores se trastocan, se pierden enredados en medio de cabriolas, chalacas y patadas voladoras. Enorme jugador, sí, que alcanzó a tocar el cielo con la mano, pero que como ser humano cayó en lo más profundo, perdido en la droga, y no puede elevarse al nivel de los altares, ni endiosarse, porque sería el perfecto ídolo de barro, de esos que enfurecen a Dios.
Y se llegó al colmo de crearse una Iglesia Maradoniana, vulgar sincretismo, cual hibridación de todas las formas de la decadencia humana… qué mal ejemplo para una juventud, sin clase de Cívica -que tímidamente apuntaba al comportamiento social y al enaltecimiento de los valores de toda Patria- pero que ahora recibe instrucción en los campos de la movilización para la transformación social, envalentonados con un mensaje subliminal agresivo, con el furor mediático de la imagen de un semi dios de apellido Maradona, reencarnación del Che Guevara, que pretenden exaltar como símbolo del castrochavismo, de la revolución social y cultural de América.
Si Marx, tan presente en los guayabos eternos de Diego Armando, decía que “la religión es el opio del pueblo”, tendríamos que llegar a la también espuria conclusión de que “el fútbol es la cocaína del pueblo” y allí sí emergería como símbolo de la decadencia, como factor humano aglutinante de todos los resentimientos y frustraciones acumuladas del “hombre masa” que no quiere pensar en un mejor futuro sino revolcarse en el barro de la miseria en que reptaba el futbolista después de hacerle gambetas magistrales a la pobreza y de ser idolatrado como el príncipe del fútbol. Y si tanto alboroto ocurrió con la muerte del Príncipe, no me imagino que pueda pasar -seguramente temblará el planeta tierra- cuando se nos vaya el Rey Pelé, hombre reposado y moralmente responsable, quien no necesita de iglesia ni de altares para ser consagrado como el más grande futbolista de la historia y a quien alcancé a ver, en vivo y en diferido.
Post-it. Año fatídico este que termina. Vidas humanas excelsas se nos han ido en la última semana: en Santiago de Cali, el gran patriarca conservador, don Vicente Lizarralde Giraldo y Carlos Alberto Cardona S.J., directivo del Colegio San José; y en Bogotá el Covid-19 arremetió contra la comunidad jesuita y se llevó a dos de mis decanos de comunicación, Luis Carlos Herrera y Jorge Uribe y también a Fortunato Herrera, Marco Tulio González, decano de sicología, Gabriel Montañez, Roberto Triviño, Gonzalo Amaya y Alfonso Llano, columnista de El Tiempo, polémico dentro de la ortodoxia, a quien colaboramos hace años en la Javeriana a crear una fundación en la facultad de medicina. Dios los tenga en su Morada Eterna.