Los cobardes ataques a la Policía Nacional en Barranquilla, Soledad -Atlántico-, Santa Rosa -Bolívar-, Tumaco, sumados a los muchos crímenes contra uniformados cometidos en los últimos meses en distintas localidades, indican que hay un deliberado propósito, o un plan orquestado, dirigido contra esa institución. De ello no parece ser consciente el Ejecutivo.
Hay otro plan criminal en marcha: asesinar a líderes sociales y a defensores de derechos humanos. Son muchos los homicidios que, a manos de sicarios, han tenido lugar en el último año, el más reciente al momento de escribir estas líneas, el cobarde asesinato de Temístocles Machado en Buenaventura.
Agréguese a ello la alarmante expansión de la inseguridad y el crimen en todas las ciudades del país. En medio de decisiones judiciales en cuya virtud quedan libres los capturados en flagrancia, quienes reinciden, son capturados, vuelven a reincidir y vuelven a quedar libres, en un incomprensible círculo vicioso que confunde el debido proceso con la impunidad.
Todo esto deja ver que -contra lo que quisiéramos- los colombianos no vivimos en paz. La paz es un bien social integral que debe ser disfrutado, percibido y sentido en la vida real de la comunidad, más allá de un simple documento firmado por el Gobierno con una cierta organización guerrillera. La tan publicitada por el presidente Santos a nivel internacional, no existe. Lo que contemplamos en general es impunidad, impotencia oficial ante el delito, pérdida del principio de autoridad, incapacidad real de la organización política para perseguir y sancionar a los criminales y terroristas, y la inutilidad de las medidas que se adoptan, todo lo cual lleva a que, en la práctica, las autoridades públicas no estén pudiendo garantizar, como lo exige la Constitución, la vida, honra, bienes, derechos y libertades de todas las personas residentes en Colombia.
Varias veces hemos resaltado que una sociedad no puede funcionar sin el Derecho, y que ese Derecho, a su vez, no sirve si se reduce a un complejo normativo inasible y contradictorio, y totalmente teórico, carente de efectividad, incapaz de generar impacto alguno en la vida real de la ciudadanía. Si el Derecho es inane, si sus previsiones son apenas buenos deseos del Constituyente o del legislador, es como si no existiera y en el seno de la sociedad se imponen las vías de hecho, el delito impune y el caos.
Presenciamos la ineficacia del Derecho, la impotencia del Estado para hacer valer el orden jurídico, con una Fuerza Pública maniatada y con la malsana tendencia oficial a prometer perdón anticipado de los crímenes y su insistencia en mantener diálogos con grupos armados que no quieren dialogar sino distraer y seguir delinquiendo.
Reiteramos lo dicho: con la impunidad se tolera el delito, en contra del interés colectivo, en cuanto se multiplica y difunde la tendencia a violar la ley. El delito impune lleva al delincuente a repetir los hechos punibles y conduce a otros a delinquir, porque saben que nada pasará. El mensaje que recibe la comunidad es muy negativo. La impunidad comporta, para el ciudadano, la natural sensación de inseguridad y desazón. El temor a quedar, junto con su familia, en manos de la delincuencia.
Una reacción colectiva ante la impunidad es la tendencia -entre nosotros cada vez más frecuente- a hacer justicia por mano propia. Algo que no se justifica pero se percibe: linchamientos y venganzas cuando las comunidades han visto que la justicia no opera y que los delincuentes quedan libres.
Un propósito nacional debe ser, entonces, la aplicación real y efectiva del Derecho. Otro: acabar con la impunidad y no seguir, mediante ella, estimulando el delito.