En el mundo actual, caracterizado por una interconexión a veces abrumadora y una explosión permanente de información, es habitual que observemos una creciente incoherencia en el comportamiento humano. Se evidencia una contradicción social y cultural, que afecta las relaciones humanas y la cohesión social.
La incoherencia se manifiesta en amplias dimensiones. A nivel individual, las personas defienden públicamente valores de solidaridad y empatía, pero en la práctica, sus acciones reflejan egoísmo y apatía. Este desajuste entre lo que se dice y lo que se hace, afecta la confianza, base fundamental para cualquier relación significativa.
Cuando alguien apoya una causa noble, pero sus acciones lo contradicen, el mensaje que asegura, es la carencia de valor de las palabras, debilitando la credibilidad interpersonal. La mirada individualista, hace ver la responsabilidad y las soluciones en el otro, y deja de lado la trascendental respuesta que se puede dar con acciones y contribuciones propias, aunque a veces se ven mínimas, la suma de ellas significa un gran aporte para iniciar o impulsar una transformación.
En el aspecto social, esta incoherencia se amplifica. Se promueven estilos de vida ideales y se condenan actitudes que, en la cotidianidad, muchos practican. La disonancia genera una cultura de superficialidad, donde las interacciones se vuelven transaccionales y carentes de autenticidad.
Los efectos de esta incoherencia en las relaciones humanas son profundos. Primero, provoca un distanciamiento emocional. Cuando las personas no son coherentes en sus valores y acciones es difícil establecer relaciones basadas en la confianza y el respeto mutuo, valores necesarios para la construcción de lazos duraderos. En segundo lugar, fomenta una cultura donde la duda se convierte en norma. Las personas se vuelven menos dispuestas a comprometerse emocionalmente.
En consecuencia, con estos procesos individuales, sociales y culturales se contribuye a la fragmentación social. Nos encontramos cada vez más divididos por contradicciones internas que afectan nuestra capacidad para formar comunidades unidas en valores compartidos y resilientes.
Las libertades humanas, por ejemplo, pilar fundamental de sociedades democráticas, están impregnadas de incoherencias. Se defiende con vehemencia la libertad de expresión, de culto y de asociación, pero estas libertades a menudo son amenazadas por intereses políticos o personales. En nombre de la libertad se accionan políticas represivas o se silencian voces disidentes.
Sobre los menores de edad, la incoherencia se manifiesta en la manera en que se proclama su bienestar como prioridad, pero en la práctica su entorno de desarrollo es de violencia, explotación y ausencia de garantía a sus derechos. Se dice valorar a niñas y niños como el futuro, pero en realidad, se les niega acceso a educación de calidad, salud y protección. Esta discordancia, perpetúa ciclos de desigualdad y marginalización, y envía un mensaje peligroso sobre los adultos y la institucionalidad que debe protegerlos.
Las personas mayores enfrentan una incoherencia similar. Se exalta su sabiduría y experiencia, pero en la práctica a menudo se les deja al margen, olvidados y sin apoyo. Las prácticas sociales no reflejan el respeto que se predica, promoviendo el aislamiento. Esta incoherencia afecta a los mayores y refleja una sociedad que no honra sus propios valores.
La migración forzada es otro ámbito donde la incoherencia se observa evidente y dolorosa. Se anuncian políticas humanitarias y derechos humanos, pero cuando las familias se ven obligadas a huir de sus hogares debido a conflictos, pobreza o desastres, la respuesta es a menudo de rechazo y criminalización. La incoherencia radica en que se proclaman valores de acogida, mientras se endurecen las acciones.
Es esencial que alineemos nuestras palabras y acciones para construir confianza y relaciones auténticas, fortaleciendo el tejido social vital para la vida en comunidad.