Como lo dijo el delegado de la Organización Mundial de la Salud (OMS) para Europa, Hans Kluge, en entrevista con el New York Times, la pandemia nos tiene exhaustos.
No importa dónde vivamos y qué hagamos, los sacrificios realizados son enormes y ya empieza a expandirse una sensación de fatiga. Y si a eso le sumamos el oportunismo de nuestros dirigentes, quienes han acomodado el virus a su antojo para justificar creencias y propuestas, podemos decir que lo que realmente estamos es “mamados”.
La llegada de una amenaza sanitaria como el coronavirus era una oportunidad para meditar, para que en medio del camino de los desacuerdos lográramos consensos. Pero no, nuestra especie no fue capaz. La pandemia ahondó la erosión en las democracias y exacerbó el halo destructivo de quienes ven como única salida la transformación total de las instituciones.
Un claro ejemplo de la ventaja que le han sacado algunos políticos al coronavirus en su discurso es su reacción frente a la minga. Según recomendaciones, con las cuales nos vienen bombardeando desde marzo, las aglomeraciones van en contra de cualquier protocolo para combatir la pandemia: Evitar reuniones familiares, no ir a restaurantes, cancelar eventos culturales y cerrar el comercio fueron medidas que adoptamos para evitar el contacto social. Sin embargo, la reunión de miles de indígenas en el Palacio de los Deportes, avalada y apoyada por muchos, dista radicalmente de lo que se nos viene exigiendo.
A principios de año, varios dirigentes, senadores y alcaldes sostuvieron hasta el cansancio que la única manera de enfrentar el virus era apagar la economía y crear una renta básica que permitiera a los ciudadanos estar en casa sin morir de hambre. Ahora, esos mismos políticos dicen que la alternativa es salir a la calle, tener contacto social y reclamarle al gobierno para salir de la crisis.
También, desde la orilla contraria, los que se sienten amenazados por la protesta encontraron en la pandemia la excusa perfecta para condenar y estigmatizar la movilización social. No en vano, en momento de convocatoria de paros, empieza a rondar el fantasma de nuevas cuarentenas y confinamientos sectorizados.
Es incierto quién tenga la razón y cuál sea la salida, pero lo evidente es que el manejo de esta peste del siglo XXI lo secuestró la guerra de posiciones ideológicas que nos está llevando a un denominador común: el debilitamiento de la democracia. Desde el norte hasta el sur de las Américas, la forma de enfrentar la pandemia se enmarcó en las disputas políticas de siempre, llevándonos de manera estrepitosa a coyunturas anárquicas o autoritarias.
El problema es que ahora, más que nunca, lo que está en juego es la vida y el futuro de muchas generaciones. De cómo lo hagamos dependerá el atraso y la profundización de la pobreza. Por eso, se necesita de un manejo coherente que envíe un mensaje claro y contundente a la ciudadanía. No agitaciones que favorezcan la campaña política permanente dentro de las redes sociales, en donde los políticos andan más preocupados por los “likes” y por evitar la inquisición digital, que por la vida real. Las directrices para el manejo de la pandemia no nos las pueden estar cambiando de acuerdo a lo que más le convenga a su discurso político, mucho menos ahora que ya estamos agotados.