Después de 62 años de vida cierra sus puertas Indupalma, triste noticia para la actividad empresarial colombiana. Su larga vida fue un milagro. El país recuerda de ella dos grandes eventos mediáticos: la inauguración de la mayor planta extractora latinoamericana por el presidente Carlos Lleras, en 1967, y el tristemente célebre secuestro, por parte del M-19, de su gerente, Hugo Ferreira Neira, diez años más tarde, a resultas del cual, además de la salud menguada y el ánimo por el suelo de la víctima, se lograron unas impensadas “conquistas laborales”, pues de la noche a la mañana se duplicó la planta de personal, incluyendo unos nuevos que eran trabajadores de contratistas civiles y pasaron directamente a nómina, al calor de los fusiles.
Acorralada por la agresividad del entorno y ante la inminencia del cierre, con el abogado javeriano Rubén Darío Lizarralde a la cabeza y lo jurídico-laboral en manos de nuestro maestro -también javeriano y casi jesuita- Julio César Carrillo, entrados los 90’s, se adoptó la crisis como una oportunidad para la recuperación institucional de la firma y los accionistas, directivos, funcionarios, trabajadores y representantes sindicales tomaron la decisión de aceptar el camino del cambio. Se propuso un cambio de mentalidad colectiva, con la adopción de medidas urgentes de choque. Pero salvar a ese paciente, de cuya supervivencia dependía la suerte de más de 1000 pensionados, casi 1000 trabajadores directos y otros 1000 asociados en las Cooperativas de Trabajo, no fue cosa fácil.
Uno de los factores que más contribuyó a la creación de un modelo de desarrollo sostenible y con crecimiento en Indupalma fue, precisamente, la implementación de unas bien concebidas CTAs, hecho éste que partió en dos la historia de la región del sur del Cesar y parte del Magdalena Medio. Abrió en la empresa un camino diferente a través del cual se resolvió una honda crisis financiera y laboral y simultáneamente entregó a los campesinos de la región nuevas y efectivas fórmulas para construir futuro, inicialmente como asociados que por su trabajo perciben una compensación económica periódica como anticipo a los excedentes del período; después, como propietarios colectivos de bienes de producción, y finalmente, como propietarios -en común y proindiviso- de 3.700 hectáreas de tierra cultivadas en palma africana que le permitió a cada asociado, con sus familias -unas 300, para casi 1.500 personas- acceder a un estadio superior, subiendo en las gradas del bienestar económico. Fue lo que el entonces gerente y posterior Minagricultura, llamó en su momento una “reforma agraria privada para generar riqueza”.
Pero hace tres años un nuevo golpe artero, sumado a los costos laborales y pensionales, a los bajos precios del aceite y a su adversa propaganda, y quizás con desafortunadas decisiones administrativas, acabaron de malograr el milagro. El gobierno, en cabeza de una ministra poco Clara, decidió que esas cooperativas estaban disfrazando contratos laborales, la obligaron -como repitiendo la historia del secuestro- a meter a nómina a casi mil cooperados y castigaron a la empresa con una multa del orden de 3 mil millones, sanción administrativa que ahora, entiendo, queda para estudio del Tribunal de Apelaciones de la Santísima Trinidad.