La captura de alias “Jesús Santrich”, con fines de extradición, constituye sin duda una de las más difíciles pruebas a las que ha sido sometido el proceso de paz, no solamente por tratarse de uno de los principales negociadores de los acuerdos sino en razón de las características de su caso, que permitirá dejar en claro finalmente, después de mucha confusión -creada por ambivalencias del Acuerdo y por las no menos ambivalentes normas aprobadas al respecto en el Congreso-, cuál es el límite de los beneficios penales concedidos a los desmovilizados; qué corresponde a la JEP y qué a la jurisdicción ordinaria.
Pero, si se cumple todo con arreglo a las normas constitucionales y a las decisiones de la Corte Constitucional, esa prueba resulta ser algo positivo para dicho proceso, en cuanto, mediante el precedente, se hace claridad sobre la futura aplicación de las reglas aplicables y asegura la garantía de no repetición de las conductas punibles, a la vez que excluye la impunidad para los reincidentes.
Todo depende, por supuesto, de la contundencia y certeza de las pruebas recaudadas acerca de la posible comisión de delitos, como el de narcotráfico, por parte del ex guerrillero, así como sobre el momento -anterior o posterior al 1 de diciembre de 2016- en que hayan tenido ocurrencia los hechos punibles.
El fiscal Néstor Humberto Martínez ha dicho este lunes 9 de abril que Santrich fue capturado por la Policía y el CTI, en desarrollo de circular roja de Interpol, atendiendo una solicitud del Departamento de Justicia de Estados Unidos. Según lo informado, la orden de captura internacional proviene, a su vez, del Gran Jurado de la Corte Federal del Distrito Sur de Nueva York, con fundamento –dice el Fiscal- en la gran cantidad de pruebas electrónicas, documentales y videos, que demuestran la participación de varios sujetos, entre ellos Santrich, en actividades de narcotráfico –exportación de al menos diez toneladas de cocaína a los Estados Unidos- en julio de 2017. Vale decir, ya no durante el conflicto armado sino varios meses después de suscrito el Acuerdo de Paz (24 de noviembre de 2016) y de la entrada en vigencia de los compromisos bilaterales sobre terminación del mismo (1 de diciembre de 2016).
Siempre advertimos: ya que, infortunadamente, se aprobó la calificación del narcotráfico como delito conexo al delito político -lo que no ha debido ocurrir-, cuando menos dispóngase lo necesario para que no haya impunidad por hechos posteriores al Acuerdo Final.
Y dijimos también varias veces que las normas que se dictaran sobre los límites entre la jurisdicción especial JEP y la ordinaria deberían ser disposiciones de claridad meridiana; que no generaran duda alguna; que se entendiera, sin ninguna reserva ni motivo alguno de discusión, que los reincidentes deben ser sometidos a la jurisdicción ordinaria y, en su caso, a la extradición.
El Gobierno y el Congreso decían que todo estaba claro. No lo estaba, hasta que la Corte Constitucional subrayó que los exmiembros de las Farc se comprometieron con el Estado colombiano a “garantizar la no repetición y a abstenerse de cometer nuevos delitos, o delitos de ejecución permanente, después del primero (1º) de diciembre de 2016, en particular, conductas asociadas con cualquier eslabón de la cadena de producción de los cultivos de uso ilícito y sus derivados”.
Ahora, entonces, no digan que la captura de Santrich debe generar una crisis en el proceso de paz, ni que es un golpe contra el mismo.