En un artículo para Project Syndicate publicado el martes de la semana pasada (“The Fall and Rise of American Democracy”), Daron Acemoglu asegura que los Estados Unidos ha dejado de dar una respuesta eficiente a los cuatro pilares sobre las cuales descansa la democracia en ese país. Esos pilares son: prosperidad compartida, voz ciudadana, gobierno gestionado por la experticia y efectividad de los servicios públicos.
Seguramente haya controversia acerca de si deberían incluirse otros componentes adicionales a los que propone Acemoglu, pero todos estaremos de acuerdo en que ninguno de éstos sobra, así que quisiera acudir a esos mismos criterios para evaluar nuestro sistema democrático actual.
Nuestra mayor dificultad hoy en materia de prosperidad compartida radica en definir qué entendemos por prosperidad y qué es lo que nos corresponde compartir. La prosperidad es un concepto íntimamente ligado al progreso. Próspera es una persona -o una sociedad- cuya situación económica y cuyo nivel de bienestar mejoran. Y acá empiezan nuestros problemas. Si queremos progresar, debemos implementar reglas de juego que apunten a ese objetivo. No obstante, hacemos lo contrario: impedir el avance de las actividades productivas. La infinidad de requisitos, muchas veces contradictorios y con frecuencia inciertos, que deben asumir las empresas es prueba de ello. El desastroso régimen tributario, es otra. Nuestro sistema jurídico castiga constantemente las actividades que llevan a la prosperidad.
Tampoco sabemos qué queremos compartir. Creemos que liberad e igualdad son términos contradictorios cuando lo cierto es que los estados eficaces son aquellos que aseguran su coexistencia. La prosperidad compartida exige que compartamos al mismo tiempo las oportunidades y la riqueza que las oportunidades generan.
El ciudadano colombiano enfrenta dificultades para que su voz pueda ser oída. Hay constantes ataques del Gobierno a la prensa. Por razones de transparencia y de tolerancia, los gobiernos deben estar dispuestos al escrutinio del público y a la crítica constante. Este Gobierno no gusta de tales mandatos. Más grave aún: el Estado colombiano no ha sido capaz de garantizar la seguridad, requisito necesario para el ejercicio de la participación. El asesinato constante de líderes sociales y los riesgos constantes que enfrentan los periodistas son síntomas graves de este fenómeno.
La gestión profesional de las cuestiones del Estado es otra área en la que tenemos claras debilidades. Nuestro servicio civil es frágil. Los criterios de selección de las personas sobre las que descansa la toma de las decisiones relevantes son inadecuados. No tenemos información adecuada. La evaluación de resultados es meramente procedimental. Miramos si se chulearon los requisitos, pero no examinamos si se alcanzaron los objetivos. La ideología y las lealtades son factores que poco o nada ayudan a la correcta administración de las responsabilidades estatales.
Finalmente, está el tema de los servicios públicos. Varios de ellos flaquean. Como lo dijo Ricardo Ávila el domingo pasado en El Tiempo: la demolición marcha. La salud, la educación (particularmente, la privada), las pensiones, la generación de energía eléctrica y la producción de hidrocarburos -para sólo mencionar esos sectores- se enfrentan a la enemistad de un Gobierno que las mira con recelo.
La consolidación de la democracia exige que estemos de acuerdo en aquello que consideramos legítimo y socialmente útil. Teníamos entendido que la generación de riqueza, el ejercicio de los derechos ciudadanos, la eficiencia del Estado y la participación de los particulares en la prestación de los servicios públicos eran valores compartidos. Ahora nos dicen que no. Yo sigo creyendo que sí.