Jonathan Sacks, el rabino mayor de Gran Bretaña entre 1991 y 2013, decía que el antisemitismo es un tipo de intolerancia especialmente peligroso, caracterizado no solamente por las acciones brutales de quienes lo promueven, sino por su impresionante versatilidad. Según él, a los judíos los han hostigado igualmente “por ser ricos o por ser pobres, por ser comunistas o capitalistas, por aislarse o por infiltrarse en todas partes, por apegarse a antiguas creencias religiosas o por ser cosmopolitas desarraigados que no creen en nada.”
El mayor disolvente del antisemitismo es el razonamiento crítico, ya que es imposible conservar esa perniciosa versatilidad si se aplica consistentemente cualquier filosofía moral medianamente rigurosa. El antisemita debe convertirse en un experto de la doble moral, para quien las mismas acciones pueden ser crímenes atroces cuando las comete un grupo y actos heroicos cuando las comete otro.
Los colombianos de todas las razas y religiones conocemos muy bien la aplicación de esta doble moral. Hemos visto castigados justa y ejemplarmente los crímenes de actores estatales, al mismo tiempo que las atrocidades mucho mayores del terrorismo son perdonadas y hasta recompensadas con participación política. Hemos visto derribadas las estatuas de Bolívar y Santander, figuras imperfectas pero fundamentales para asegurar nuestra libertad, al mismo tiempo que se glorifica a carniceros como el Che Guevara, prócer de una paupérrima tiranía.
El oficialismo emplea el término “oligarquía” para referirse con desprecio a la clase política tradicional, a aquellas familias como los Pastrana, los Turbay y los Gómez, que aprovecharon sus posiciones privilegiadas para alzar sus voces contra el narcotráfico, sufriendo por ello el secuestro y a veces la pérdida de sus hijos. El mismo oficialismo levanta con orgullo las banderas asesinas del M-19 en sus manifestaciones, celebrando a los socios cercanos de Pablo Escobar en su guerra contra el estado de derecho. Para limpiarse las manos, empapadas de sangre, denominan a Escobar un “hijo de la oligarquía.” Las víctimas se transforman así en victimarios y los victimarios en víctimas.
Por lo tanto, no resulta sorprendente que el Pacto Histórico se haya reducido al antisemitismo, una tendencia que comparte con los peores promotores de la lucha de clases de la historia. Por desgracia, no resulta sorprendente que las palabras de un presidente colombiano inspiren a sus simpatizantes a plasmar esvásticas sobre las paredes de la embajada de Israel. Así de crítica es nuestra situación.
Existen diversas opiniones razonables sobre la conducta de Israel en su conflicto con Palestina, pero nunca se le puede acusar de perpetuar un genocidio remotamente comparable al Holocausto. Esta no sólo es una mentira de proporciones monumentales, sino que constituye la revictimización de todos los judíos del mundo al tiempo que ven secuestrados, masacrados y pisoteados a sus familiares y amigos. Decir que Hamás es un “invento” de los israelíes es tan grave como negar el Holocausto. Es transformar a las víctimas en victimarios y los victimarios en víctimas.
Hoy más que nunca, debemos rechazar un gobierno que no solamente corre las líneas éticas, sino que busca disolverlas del todo. La solidaridad con los judíos de Colombia exige la oposición a un gobierno que defiende a quienes buscan exterminarlos. Debemos afirmar como país que no aceptaremos un presidente antisemita, y que nuestros corazones siguen del lado del mundo libre. Si no tenemos la claridad moral para enfrentar hoy al terrorismo político, estamos en riesgo de abandonar el mundo libre para siempre.