No sabía que derribar estatuas fuera tan fácil, en todo caso mucho más fácil que erigirlas, tan parecido a lo que ocurre con las civilizaciones. Es como tumbar un ternero a caballo, correteándolo y enlazándolo con una soga. La nueva ola iconoclasta nos llegó made in USA, cuando a raíz de las protestas por la muerte del ciudadano afroamericano George Floyd, ocurrida en mayo pasado en Minneapolis a manos de un policía, empezaron las turbas a arrasar con cuanta escultura de hierro con cara de humano se toparan en parques, calles y avenidas, así llevaran del bulto el descubridor Cristóbal Colón y presidentes históricos de ese país con pasado racista o esclavista.
Y la ola se fue por el Atlántico Norte hasta Inglaterra, donde los manifestantes abatieron una estatua del comerciante de esclavos Edward Colston, en Bristol, y ni siquiera la estatua del primer ministro Winston Churchill, frente al Parlamento londinense, se escapó de ser atacada con pintura, porque seguramente no era monedita de oro, como tampoco lo era el Rey Leopoldo II, de Bélgica, cuya estatua ecuestre en la plaza de Trône, de Bruselas, amaneció pintada con letreros de Black Lives Matter , sindicado de colonialista en el Congo.
Como acá vivimos a la penúltima moda, nuestros indígenas de la etnia Misak no tardaron en escalar el morro de Tulcán, en Popayán, y fueron por la cabeza y el caballo de Sebastián de Belalcázar, legendario conquistador español a quien le hicieron un juicio histórico y fue condenado por esclavista, genocida y despojador de tierras, entre otras barbaridades, y como el mismo resultó ser fundador de Santiago de Cali, el 25 de julio de 1536, las autoridades están pensando qué hacer con la imagen que campea en el Mirador del Oeste, antes de que la echen a rodar.
¿Con qué estatuas seguirán? Bolívar, Padre de la Patria, y Santander, el Hombre de las Leyes, también tuvieron muchos detractores, el primero por autoritario y el otro por “santanderista”. Seguramente caerán y también las de San Pedro, por cortarle una oreja a un soldado romano, la de Juan Pablo II, en Czestochowa, por haberse aliado con Ronald Reagan para tumbar el Muro de la Infamia y la futura efigie del Papa Emérito Joseph Ratzinger, por haber desfilado cuando niño en líneas nazis y cuando grande por manejar con pulso firme la ultraconservadora Doctrina de la Fe de la Iglesia.
Es el rebrote de la iconoclastia, señores: la brutal ruptura de íconos para acabar con los símbolos de la civilización, con ese repertorio de imágenes de la realidad que intentaron retratar en hierro y madera para inmortalizar momentos estelares de la historia de la humanidad.
Post-it. Nuevamente las altas cortes demuestran que mandan (L´État, cest moi[S1] , decía Luis XIV) y frente a ellas los poderes ejecutivo y legislativo devienen en meros amanuenses para, después de pedir perdón a las turbas iconoclastas, dictar los reglamentos que materialicen sus altas decisiones en materia de orden público y jurídico. Ya sentenciaron qué armas puede usar la Policía para contener la barbarie .Por allí también se resbala el optimismo.