La ignominia del gobernante | El Nuevo Siglo
Jueves, 1 de Febrero de 2018

Hoy tengo el poder, son invulnerable, todo lo puedo y los demás se postran a mi voluntad. Estos son los pensamientos de aquellos  que algún día alcanzaron el poder. Algunos que tiempo después se encuentran proscritos, perseguidos, desterrados, huyendo o encarcelados. Sí, hablo de poderosos gobernantes que con o sin razón cayeron en desgracia. En el último cuarto de siglo varios expresidentes latinoamericanos que ostentaron el poder en sus países hoy se encuentran subjúdice, encarcelados o en condiciones indignas. Del Perú tres de ellos: Alejandro Toledo, Ollanta Humala y Alberto Fujimori, antes lo fue Alan García, quien estuvo asilado en Colombia. En Ecuador, el caso de Abdalá Bucaram, más de 15 años fuera de su patria, hoy de regreso a su país; Jamil Mahuat y Lucio Gutiérrez. En Panamá el conocido caso del General Noriega quien murió en prisión. Ricardo Martinelli, acaudalado presidente preso con uniforme caqui en Estados Unidos. Otto Pérez Molina, de Guatemala, Carlos Andrés Pérez, de Venezuela, quien también murió enjuiciado en el exilio. En Brasil, Fernando Collor de Mello, ahora el poderoso Lula da Silva y la destituida Dilma Rouseff. En Paraguay el ex obispo y  expresidente Fernando Lugo y, bueno, muchos más que se me escapan.

Pero el asunto es que hombres y mujeres poderosos que por 4 o 10 años de gloria y poder terminan en la ignominia, desprestigiados, destrozados moralmente, vilipendiados y repudiados. El fenómeno es grande, pues nada más honroso en la vida de una persona que haber alcanzado el poder, la gloria y la fama, para que después le llegue su largo tiempo de dolor. Pienso en ellos y digo: ¿Habrá justificado? Quién sabe, es como el momento de placer y el sufrimiento posterior. Muchos de ellos por sus errores, ambiciones, codicia y fama. Otros injustamente perseguidos por sus enemigos.

La soledad del poder, el abandono y el dolor son la característica principal de estas personas que un tiempo atrás eran poderosos, omnipotentes y admirados, para luego pasar a ser parias, proscritos y humillados.

El poder es algo serio, subyuga a la gente, atrae, pero cuando se viene la caída el golpe es muy duro. Por eso lo mejor es tener como San Francisco de Asís el sagrado poder de la humildad. Poseer el coraje de entender aquello que muchos otros despreciaron, como decía el mismo San Francisco: “ambiciono poco y lo poco que ambiciono, lo ambiciono poco”.

Difícil sentencia pero real y práctica, pues al final de la vida solo queda la satisfacción del deber cumplido y el haberlo hecho bien, sea presidente, ministro, millonario, profesional, empleado, obrero, campesino o lo que sea, pero sin daño a los demás. Nada más satisfactorio para el alma que la conciencia tranquila.

arangodiego@hotmail.com