Un componente esencial del totalitarismo, que busca reducir todos los aspectos de la sociedad al proyecto político del gobernante, es la estigmatización de la música. En los años ‘30, el gobierno nazi acusó al “judaísmo y el capitalismo” de impulsar “la decadencia del arte musical.” Según Hitler, la oligarquía internacional había popularizado el jazz, entre otros géneros de origen norteamericano, para debilitar la voluntad política de los alemanes al volverlos más dóciles y manipulables. No se trató de un ataque limitado a las canciones de protesta o explícitamente contrarias al régimen, pues la censura a la oposición ha caracterizado, por desgracia, a casi todos los regímenes autoritarios de la historia. La censura totalitaria es particularmente perniciosa porque busca eliminar incluso las expresiones culturales inocuas -aquellas que “no dicen nada”- para hacer de la complicidad activa con el régimen la única postura aceptable para los artistas.
Es en este contexto que debemos entender las declaraciones de Gustavo Petro sobre la supuesta “música uribista.” Para el presidente, el mayor pecado del sector cultural colombiano no ha sido promover las causas del uribismo en particular, ni de la oposición amplia y diversa que hoy resiste a su gobierno. En sus ataques a los medios de comunicación, los ha acusado de “embrutecer” y “adormilar” a la sociedad colombiana con canciones totalmente apolíticas. Al igual que Hitler, les ha atribuido las intenciones maliciosas de una tenebrosa élite “capitalista” o “privatizadora,” como si el único propósito de la música popular, el vallenato o el reggaetón fuera limitar el avance de la inevitable revolución socialista.
En noviembre del año pasado, en una instancia reveladora pero no muy mediática, Petro promovió por medios digitales la canción “Intifada” de Ska-P, catalogada como antisemita por las autoridades alemanas por su contenido. Declaró que la “cultura y el progresismo son sinónimos,” lo que implica que no puede haber cultura por fuera del progresismo.
Similarmente revelador fue el intento del mandatario de apropiarse de la canción “El jefe” de Shakira para promover su nefasta reforma laboral, una brusca politización que la artista barranquillera rechazaría explícitamente. Todos estos episodios nos dan a entender la conclusión lógica de la política cultural totalitaria: todo en el Estado, nada contra el Estado, nada fuera del Estado.
Nada de esto es nuevo para la humanidad, pero las sociedades hispanoamericanas hemos encontrado en nuestra diversidad un antídoto contra el totalitarismo del siglo XX. Para Hitler, Stalin y Mao, fue relativamente fácil reducir la diversidad de sus respectivas sociedades a una caricatura de la etnicidad dominante, ya sea para promover la imagen del ciudadano-soldado fascista o el trabajador comunista ideal. Es mucho menos viable lograr lo mismo en el contexto de una sociedad mestiza, cuya unidad abarca cosmovisiones ricas y variadas, imposibles de reducir a cualquier caricatura vulgar.
Por eso mismo, debemos identificar y resistir las tendencias anti-pluralistas del petrismo que, paradójicamente, se disfrazan de pluralismo e inclusión. Es un movimiento que no reconoce una “cultura” colombiana, integrada en su variedad y valiosa por las interacciones entre sus diversas e indispensables influencias, sino “las culturas” colombianas, algunas más valiosas y dignas de promoción estatal que otras. Es deber del Estado resistir estas divisiones y permitir el florecimiento integral de nuestra cultura, como es deber de los políticos reconocer la existencia de una sociedad paralela a la política y proteger la manifestación espontánea de sus valores y aspiraciones.