Casi nadie tiene actualmente en el radar al Animal Liberation Front (ALF), pero quizá debería empezar a rastrearlo. Fundado en 1976, y catalogado por varios gobiernos y agencias como terrorista, este grupo puede alegar a su favor tanto la “nobleza de su causa” (como lo haría cualquier otro así calificado, ninguno de los cuales admitiría jamás lo espurio de la suya), como su rechazo a la violencia contra las personas (lo cual quizá sí lo distingue de sus presuntos congéneres). Esta última virtud, sin embargo, ha suscitado no pocos debates, algún cisma, y varios anatemas.
Terrorista o no, el hecho es que el ALF encarna una de las formas que puede adoptar el ecoactivismo: el uso de la fuerza física destructiva (aunque sea sólo contra las cosas, los bienes, las edificaciones) para promover la agenda ambientalista en general, o una de sus tantas demandas políticas -como los “derechos de los animales”- en particular.
El fenómeno es menos inusual de lo que podría creerse. Desde la segunda mitad del siglo pasado, la ecoviolencia (y dentro de ella, el ecoterrorismo) ha estado en el repertorio de grupos más o menos estructurados, de redes multicanal de acción colectiva, o de resistencias sin líderes (como dice ser, precisamente, el ALF). Hace algunos años, sin embargo, se ha agudizado la percepción de estas entidades (grupos, redes, resistencias) como amenazas a la seguridad. La verdad es que el caldo de cultivo ya está listo para que el ALF y sus émulos, viejos o nuevos, dejen de ser problemas marginales y sus actividades dejen de ser, a su vez, meramente incidentales.
La agenda ambientalista se ha radicalizado significativamente a la par que las promesas en materia de adaptación y gestión del cambio climático se muestran falsas y los esfuerzos, insuficientes. A esa radicalización ha contribuido el discurso de la “interseccionalidad” (que conecta toda suerte de reivindicaciones en una maraña de agravios llena de ruido y furia que, al final, nada significan); así como el más vociferante aún de la “justicia climática” (que suscita, fácilmente, la aparición de justicieros). La propaganda apocalíptica de la “extinción” y el “riesgo existencial” -novísima versión del milenarismo- acaba de condimentar el preparado del que podría emerger un recurso cada vez más agresivo y frecuente a la acción directa en nombre de la ecología.
Por ahora la ecoviolencia es, por así decirlo, de baja intensidad. Sabotajes, boicoteos, escaramuzas, performances (como los realizados contra algunas obras de arte u objetos del patrimonio cultural que vaya uno a saber qué culpa tienen). A todo esto, subyace, sin embargo, la misma mentalidad fanática y mesiánica, la misma presunción de superioridad moral, la misma indiferencia por la consecuencia y la idolatría del gesto, que en el pasado han dado pábulo a tantas otras formas de violencia política y comunitaria mucho más letales y descontroladas.
La mayoría de ecoactivistas no son ni quieren ser violentos. Pero el terrorismo es violencia ejemplar de pequeños grupos; grupos que existen hace tiempo y están madurando, mientras muchos más, probablemente, ya se están incubando.
*Analista y profesor de Relaciones Internacionales