En Las ranas de Aristófanes, el coro de verdes batracios debate con Dionisio cuando el dios comienza su descenso hacia el Hades. En la política colombiana, los últimos debates de los verdes parecen marcar su propio descenso desde las etéreas esferas morales de la lucha anti-corrupción hacia el lodazal del clientelismo imperante.
El reciente apoyo de la Alianza Verde a la creación de 12 curules nuevas en el Senado es una afrenta al sentido común. Tras un cataclismo económico que, según un cálculo, destruyó cerca de un millón de empleos sólo en Bogotá- en buena parte gracias a las medidas de la alcaldesa de dicho partido- agregar aún más escaños a la sobrepoblada rama legislativa resulta extravagante, sobre todo dada la nueva burocracia adjunta y los excesivos sueldos del sector público que eso implicaría.
Aunque los congresistas verdes y sus aliados apelan a la necesidad de obtener representación para comunidades políticamente aisladas, la manera de lograr ese objetivo no es a través de nuevas curules para un “senado regional”, ni siquiera bajo la propuesta modificada que busca alterar la manera de elegir algunas curules existentes, incluyendo los innecesarios y democráticamente ilegítimos escaños que ocupan las Farc.
De hecho, la falta de representación política para territorios particulares es general porque el sistema colombiano está mal diseñado. En primer lugar, la representación nacional del Senado motiva la pesca de votos en cualquier lugar del país. Por otro lado, las circunscripciones de la Cámara de Representantes son excesivamente amplias. Por ejemplo, se supone que las 18 curules por Bogotá sirven para representar a la ciudad entera; en realidad, sus ocupantes no representan a nadie de manera concreta, como sí ocurre en un sistema de distritos electorales más pequeños y bien definidos geográficamente.
Aunque sí es necesario introducir más localismo a la representación política nacional -y la transición a un sistema parlamentario unicameral es la mejor alternativa- los métodos errados de los verdes apuntan a sus ansias burocráticas. El episodio, sin embargo, no es aislado; ¿cómo olvidar la metamorfosis de Antanas Mockus, otrora súper cívico, más recientemente súper contratista del Estado? A la vez, la actual polémica por la intención de Claudia López de gastar $5.300 millones del Distrito para pintar de verde los buses del SITP sugiere que, para los políticos del girasol, los recursos públicos no siempre son sagrados.
¿Qué motiva a los verdes? Su último candidato presidencial, Sergio Fajardo, produjo uno de sus pueriles dibujos hace unos días para asegurar que los políticos toman las decisiones más importantes de la sociedad. Como bien respondió el economista Luis Guillermo Vélez Alvarez, “allí donde las decisiones de los políticos” pesan más “que las de las familias y empresas, reina el totalitarismo”.
La paradoja de Fajardo, López y los suyos es que, como tantos otros en Colombia, detectan muchos de los innumerables problemas que causa el Estado, pero se limitan a proponer más Estado como solución a todo problema. Como dijo sabiamente la rana René: “no es fácil ser verde”.