El espantable capítulo de las tales carpetas secretas en el seno del Ejército Nacional sobre el “perfilamiento” de políticos y periodistas -aunque con rudimentaria inteligencia, obtenida sólo barriendo internet- tenía vocación de violar varios apartes del Capítulo 1 de la Constitución Política, que define los derechos fundamentales. En efecto, iría contra la discriminación de personas por razones de opinión política; contra el respeto por la intimidad y el buen nombre; contra la indebida recolección, tratamiento y circulación de datos; contra la libertad de conciencia y de convicciones; contra la garantía a toda persona la libertad de expresar y difundir su pensamiento y opiniones, la de informar veraz e imparcialmente, y la de tener medios masivos de comunicación, a los que les recuerda, siempre, la responsabilidad social.
Pero no nos digamos mentiras. En Colombia existe libertad de expresión casi absoluta, como en USA. Acá los periodistas decimos lo que se nos viene en gana, sin que generalmente pase nada. Es característica de nuestras democracias, como cuando una desconcertante Vicky Dávila se sale de casillas en micrófonos, barre y trapea con su cabellera y le dice hasta mico al Jefe de Comunicaciones del Gobierno, o como cuando Fernando del Rincón, prestigioso periodista de CNN, agarra por su cuenta a un pobre emisario del presidente ecuatoriano para acribillarlo por culpa de que su jefe no le pasa al teléfono, ni se deja entrevistar para cantarle a él la tabla por no haber recogido a los muertos tirados en los antejardines de las calles de Guayaquil, quizás el episodio más dramático de esta pesadilla. Ambos mostraron el cobre, completamente descompuestos, arrogantes, groseros e irresponsables con sus entrevistados y, sobre todo, con su público receptor; pero no pasa nada.
Donde sí pasan cosas es en las dictaduras y cada vez toma más fuerza la idea de que la OMS se amangualó con China para aquello del “tapen-tapen” -como pretender tapar el sol con su muralla- frente a la naciente enfermedad y creo que al médico Li Wenliang, oftalmólogo del Hospital de Wuhan -héroe de esta pandemia- quien desde finales de diciembre alertó a sus colegas sobre la aparición de un nuevo virus pavoroso. El gobierno de la dictadura de Xi Jinping lo ayudó a bien morir, por “sapo”, y le rindieron honores tarde, cuando ya tuvieron que reconocer oficialmente la existencia del Covid-19. Muchas vidas se pudieron haber salvado en todo el mundo si existiera libertad de expresión en la China, muda como una tapia.
Y lo mismo hubiera ocurrido en Rusia, Nicaragua, Cuba, Venezuela, Corea del Norte, y en Etiopía -incipiente democracia- tierra de Tedros Adhanom, director de la OMS, viejo militante marxista y defensor de los intereses de la República Popular China, su gran elector ante ese organismo mundial de la salud, pues por allá “todos los muertos que mata la corona gozan de cabal salud”.
Post-it. Y para acabar de ajustar, China se está apoderando del norte de Italia de la mano de primeros ministros de izquierda y para no infectar el negocio recurrieron al truco del “tapen- tapen”, mientras el virus viajaba en primera clase por Alitalia. Primero los negocios, después la vida humana.