La guerra es la tristeza de los pueblos, el fracaso más estrepitoso de la civilización. Mientras unos hacen maromas para justificar los ataques atroces de Hamás o la respuesta, también atroz, del gobierno de Netanyahu el enfrentamiento en el Medio Oriente cobra la vida de miles de israelíes y palestinos que no eligieron combatir ni hacer parte del enfrentamiento. La guerra no es más que la desgracia de la gente común.
No hay nada de heroico o noble en las guerras, lo único cierto es que matan los armados, pero mueren los civiles; como en Colombia. Al final, sin que importe quién haya tenido la razón más poderosa para acudir a la violencia, solo habrá muerte, dolor y destrucción. Después de tanta sangre derramada, las causas estructurales de este conflicto entre Israel y Palestina se habrán agudizado y todos habrán perdido. Todos habremos perdido, como humanidad. No hace falta ser profeta para predecirlo, basta con echar una mirada a la historia para saber a dónde conduce la barbarie.
Masacrar jóvenes en una fiesta, bombardear conjuntos residenciales y cortar el suministro de energía, en plena crisis, son actos tan atroces como lanzar cilindros bomba, asesinar civiles y hacerlos pasar como combatientes, o torturar personas y desaparecer sus cuerpos en hornos crematorios. Todos estos son actos abominables, no importa dónde y cuándo se cometan, no importa quién los lleve a cabo.
La tragedia que hoy viven millones de personas en el Medio Oriente la cocinaron a fuego lento, durante años, las facciones extremistas de un lado y del otro. Tanto el grupo terrorista Hamás como el gobierno de Nethanyahu han esgrimido posturas radicales frente a cómo gestionar el conflicto entre sus pueblos. En su manera de entender el mundo no hay espacio para el diálogo. La violación de los acuerdos y del derecho internacional humanitario, los discursos de odio y la deshumanización de los otros, en tanto adversarios, han alimentado el fuego que ahora resulta muy difícil de contener y de apagar; y que, a la postre, terminará consumiéndolo todo y a todos.
Basta con echar una mirada al presente para saber a dónde conduce la polarización política; en Gaza y en Israel, en Rusia y en Ucrania, en Estados Unidos, en Argentina, en Colombia o en cualquier parte del mundo.
Las personas del común no podemos incidir sobre las guerras, ese es el terreno más cruel y descarnado del poder; pero podemos evitar caer en la trampa del radicalismo que ciega, que anula al otro como humano, en su dignidad, y que cierra toda posibilidad de gestionar los desacuerdos por las vías del diálogo y del derecho. Podemos rechazar los discursos de odio, vengan de donde vengan, más allá de los desacuerdos ideológicos; y sobre todo, podemos decidir no alimentar ni justificar la violencia.
No hay muertos buenos, ni malos. Son muertos, historias truncadas que desatan venganzas justicieras, perpetúan la violencia y condenan a los pueblos. Tampoco hay guerras santas ni justas y, en cualquier caso, ninguna conduce a la paz.
e@tatianaduplat