Ya nos hemos referido a los antecedentes y consecuencias de la baja de la calificación de la deuda soberana de la Nación, de inversionista a especulativa, por parte de Estándar & Poor´s y la amenaza de Ficht si no se aprueba prontamente la anunciada reforma tributaria 2.0. Ahora queremos hablar de sus consecuencias colaterales, que no son de poca monta.
Una de las razones por las cuales la noticia pasó por desapercibida y no ha causado revuelo es porque ya el mercado lo había descontado, de tal suerte que la deuda soberana venía comportándose desde hace rato como si ya hubiera perdido la calificación inversionista.
Esta es una medida injusta, antipática, máxime porque se da en una coyuntura “anormal”, atípica, por el choque interno y externo que han tenido que enfrentar la economía y las finanzas públicas, expuestas a vientos cruzados. No pueden ser valoradas ni evaluadas como si nada pasara aquí y en Cafarnaúm.
Pero a lo hecho pecho y el Gobierno deberá encarar este nuevo escenario con decisiones de política que permitan mitigar sus nefastos efectos, que tornarán más difícil salir del atolladero.
Es importante destacar que el efecto dominó y las consecuencias de la pérdida de la calificación inversionista se extendió no sólo a las demás entidades y empresas estatales, sino también al sector privado. De hecho, en la misma decisión en la que le rebajaron la nota a la deuda del GNC, también le bajaron la calificación a diez de ellas, entre las cuales se destacan Bogotá Distrito Capital, la Financiera de Desarrollo Nacional, la Financiera de Desarrollo Territorial, Ecopetrol y entidades privadas como Isagen, el Grupo de Inversiones Suramericana y Davivienda. Indudablemente este es un duro golpe a la economía y a las finanzas públicas, convirtiéndose, además, en un freno al proceso de recuperación y de reactivación.
El único camino que nos permitirá no sólo recobrar la calificación inversionista de la deuda, espantar el fantasma de la pérdida de la misma y, sobre todo, recobrar la menguada confianza inversionista bien entendida, así como garantizar hacia el futuro la solidez y consistencia de las finanzas públicas, es el de la diversificación del aparato productivo del país, para lo cual se requiere una estrategia de transformación productiva de largo aliento, desmarcándose del modelo económico dependiente en exceso de la actividad extractiva, siempre expuesta a los altibajos de sus ciclos y a la volatilidad de los precios de los commodities.
Este debe ser el norte que nos conduzca a una nueva normalidad, a una economía con un mayor ritmo de crecimiento, contando con un Modelo que promueva la cohesión y la inclusión social. Ello amerita, y es mi llamado, pactar un nuevo contrato social. Sólo de esta manera se podrá desactivar la bomba de tiempo social que está a punto de estallar. Como diría el escritor Jorge Zalamea Borda: ¡No hay tiempo que perder, hay vida por ganar!
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