El Consejo Político de la Farc anda muy preocupado últimamente, por una sencilla razón: intuye que, a pesar de todos los esfuerzos, el poder se le puede escapar como agua entre las manos.
A juzgar por la reciente solicitud formulada a Naciones Unidas, la organización radical sabe que ya es muy poco lo que el presidente Santos puede seguir haciendo por ella.
De hecho, la Farc considera que el de Santos ya es un gobierno “extinguido” y que a pesar de todos los privilegios que le concedió, nada puede hacer a estas alturas para garantizar que el próximo presidente se sienta maniatado por los negociados de La Habana.
En la práctica, lo que eso significa es que la Farc está presintiendo que la oposición volverá al poder y que, en ese caso, el panorama se le complicará enormemente.
Por eso apela afanosamente al Consejo de Seguridad para que le pida una opinión a la Corte Internacional de Justicia que preserve los acuerdos.
Animada por un criterio estrictamente legalista, la Farc cree que si logra un concepto afín a sus intereses, con eso será suficiente para seguir adelante con la conducta que ha venido exhibiendo desde que firmó los acuerdos.
En otras palabras, la Farc cree que su comportamiento transgresor, tramposo, desafiante y oprobioso, puede ser amparado de la noche a la mañana por un texto de la Corte que obligue al futuro gobierno a aceptar sus desmanes so pretexto de que lo firmado en el Teatro Colón es una obligación absoluta.
Lo que olvidan la Farc es que una cosa es lo negociado en La Habana y otra muy distinta es la manera en que ella se ha venido comportando a lo largo de año y medio.
Para ponerlo en otros términos, ni el Consejo de Seguridad, ni la Corte misma, van a amparar las conductas transgresoras que rompan la lógica de la justicia, reparación y no repetición.
Tampoco ignoran la delicada situación que supuso el desconocimiento de la voluntad popular en el plebiscito del 2 de octubre del 2016.
Y aún en el caso extremo de que semejante opinión se produjera, y la Corte se pronunciase destacando la obligación del Estado de apegarse a cada línea del Acuerdo Final hasta el año 2030, nada de eso podría interpretarse como un impedimento para que el nuevo presidente colombiano persiga el delito y proteja al ciudadano.
En vez de tratar de ampararse en la Lex Pacificatoria como tendencia global hacia la convivencia pacífica, bien haría la Farc en reconsiderar su perfil político en el posacuerdo y aceptar que sus incumplimientos, desafíos y desafueros en vez de eximirla, la condenan ante propios y extraños.