Cualquiera pensaría que, siendo tan importante la irrupción de la tecnología y de las redes sociales en la sociedad actual, éstas -además de constituir vehículos inmejorables para el ejercicio de las libertades de expresión e información- también podrían ser útiles para el diálogo, el intercambio de ideas y datos, la aclaración de conceptos, la pedagogía o la ilustración, o para compartir conocimientos, costumbres y expresiones culturales. Es decir, para establecer una genuina comunicación entre los seres humanos, con independencia de las distancias, las creencias, los estratos sociales, las nacionalidades, las profesiones y oficios o las tendencias ideológicas.
Infortunadamente, al menos en Colombia y por ahora -mientras subsista la polarización y el uso politiquero que se ha adueñado de tan valiosos instrumentos de comunicación-, ello es imposible, y, a decir verdad, se están perdiendo para muchos fines loables y benéficos. A tal punto que muchos de quienes participamos en las redes sociales, hemos pensado más de una vez en dejarlas, toda vez que, desde luego con salvedades, se han venido convirtiendo en receptáculos virtuales de bajos instintos y pasiones; en canales de violencia escrita, verbal y visual, y en canales usados para la ofensa, el insulto, la desorientación, la tergiversación, la desinformación, la calumnia, las faltas de respeto, la amenaza y la vulgaridad.
Da pena decirlo, pero es la verdad. En las redes sociales, por paradoja, el abuso del derecho lleva a que -debiendo ser, por naturaleza, espacios para la libre expresión- son ámbitos en que resulta imposible opinar con libertad. Casi con certeza, el autor de cualquier opinión, así sea imparcial, será víctima de toda clase de improperios, ataques, sindicaciones y groseras respuestas provenientes de quienes arbitrariamente lo ubican en el polo opuesto al de ellos. En uno de los dos polos -extrema izquierda o extrema derecha; amigos o enemigos de la paz- en que, desde hace unos años y sin nuestro permiso, hemos sido matriculados los colombianos.
Claro está. Los que sufrimos inmisericordes ataques de lado y lado somos quienes opinamos con objetividad, siguiendo criterios políticos ajenos a los extremos, o señalando principios jurídicos universales y pacíficos aplicables al asunto del que se trata en cada caso. Diga usted cualquier cosa sobre un punto controvertido -por ejemplo, en materia de justicia transicional, sobre la extradición de alias “Jesús Santrich”, las políticas del Gobierno, o la situación de Venezuela-, para que vea lo que es bueno; será calificado, según el sentido de su opinión, de paramilitar o guerrillero -como mínimo-, si es que no acaban con su honor, su honra o su buen nombre. De ninguna manera saldrá indemne de esa aventura virtual. Entonces, es mejor no opinar. ¿Libertad?
No somos partidarios de instaurar la censura, la prohibición ni el delito de opinión, que no deben existir a la luz de la Constitución y de los Tratados Internacionales. Obviamente, sin perjuicio de la responsabilidad posterior por el uso de las redes para perpetrar conductas delictivas o violatorias de los derechos fundamentales.
Pero no sobran las campañas educativas -desde los hogares, en los colegios y universidades, en los medios y en las propias redes-, con miras a la formación de los usuarios en el respeto y la prudencia.