Enfermedad despiadada la que nos ha tocado vivir y que se nos ha llevado a personas eminentes, empezando por el ministro de la Defensa, Carlos Holmes Trujillo, a quien conocimos en las primeras de cambio de un proceso electoral que últimas se definió a favor del actual Presidente. Gran orador, de enormes quilates morales e intelectuales, estaba llamado a más altos designios, cosa que el azaroso viento de la pandemia se llevó. Muy serio e impertérrito, quizás no era lo suficientemente cálido y carismático para llegar a la primera magistratura, pero sí a la vicepresidencia.
Este virus no perdona. Nos ha puesto a todos a reflexionar sobre la vida y la muerte, sobre lo bueno y lo malo; nos ha vuelto más rezanderos y cautos, repasando todos y cada uno de los riesgos de la calle, del encuentro familiar y de las tertulias con amigos, que han debido aplazarse inmisericordemente, aunque no tanto para quienes, como yo, llegamos a creernos intocables -olvidando que éramos frágiles gotículas de nada flotando en la garganta profunda del universo- hasta que caímos en las garras del virus, en cualquier recodo de una fría calle capitalina o entre cuatro paredes de una simple tenida familiar. Nadie estaba preparado y a los médicos les tocó improvisar.
Nunca nos dijeron que si una mañana nos levantábamos temblorosos y si al afeitarnos no sentíamos la mejilla y la cara toda, era que estábamos en poder del covid, y menos que si bajábamos tres pisos a recibir a un domiciliario, para lograr regresar al punto de partida teníamos que rezar cuatro padrenuestros para recuperar el aliento que se nos iba. No nos dijeron muchas cosas. Que teníamos que pensar en que estábamos de salida, que en cualquier momento podrían aparecer los fantasmas del más allá y arrastrarnos con ellos hacia el insondable infinito, y que para evitarlo -o aplazarlo- debíamos aferrarnos a Jesucristo, a la Virgen María y a nuestros Ángeles de la Guarda, a quienes harto trabajo les hemos puesto en esta vida. Pero sí nos dijeron que las comodidades de la calle eran cosa del pasado y que ya teníamos que vivir encerrados, sudando tapabocas todo el día, para ponerle condiciones al aire.
Post it. Y para rematar, a última hora de la noche un canal de TV nos trajo una miniserie en un intento fallido de refrescar -imposible refrescar con humaradas de cigarro- la historia del gran Sandro de América, talentoso cantante argentino que en los años 70’s nos atrapó a todos. La producción parecía mostrar la fragilidad del ser humano cuando se pierde la respiración, pero no por el covid sino por la nicotina. ¡Qué manera de desperdiciar el espacio para mostrar a un hombre moribundo de principio a fin, como si no hubiera tenido momentos de gloria extrema, como si no nos hubiera deleitado con canciones de ensueño, la enorme mayoría ausentes de la serie! Pobre puesta en escena y qué lánguido entierro de tercera le han dado a nuestro gran Sandro novelistas, productores y libretistas de la serie. En vez de resucitarlo, lo mataron de nuevo, impunemente.