Débil, enfermo, ya sin tiempo para natilla y tres años antes de morir -en plena época medioeval de las sangrientas Cruzadas- al Hermano Francisco de Asís, Santo de la pobreza, la mansedumbre y la paz, luego de convertir un lobo feroz en su perro sotanero, se le ocurrió dar a luz, en mi sentir, el mayor invento de la cristiandad: la representación del Pesebre navideño, ocurrido en Greccio, Italia. Su cómplice en esta genialidad fue su buen amigo, Juan Velita -como extraído del milagro de la Inmaculada Concepción, que la gente confunde con el “Día de las Velitas”- quien era dueño de un pequeño bosque en las laderas de ese pueblito, que tenía una gruta que a Francisco se le pareció a la cueva donde nació el Niño, en los campos de Belén, que había conocido en su viaje a Tierra Santa en su idea por rescatar los sitios más sensibles de la fe cristiana, aunque algunos historiadores dicen que Francisco, viajando por Egipto a sembrar los primeros pinos de diplomacia en surcos del islam, frente al sultán Malek-el-Kamel, sólo pudo llegar a Akko, en la Galilea Occidental, por razones de orden público.
Repasaron el relato del Evangelio según San Lucas y prepararon la escena del nacimiento, en vivo, pero no dijeron nada hasta que en la noche de Navidad, cuando las familias estaban reunidas alrededor de las chimeneas improvisadas en sus hogares, ocurrió un milagro: las campanas de la iglesia empezaron a replicar solas, sin permiso ni ayuda de ningún monaguillo y el párroco del pueblo, también cómplice, no había musitado palabra sobre celebrar Misa de Gallo. Y desde lo alto de la montaña, Francisco llamó a la gente asustada para que subieran y allí presenciaron, en vivo, el Pesebre de Navidad, al que llegaron a tientas, alumbrando el sendero con antorchas en una noche fría y oscura, y al punto cayeron de rodillas al ver el replay magistral del magno evento, como trasportados a Belén de Judá por arte de magia. Y a la par con el Pesebre vinieron los regalos, villancicos, el buen vino, las viandas y colaciones para celebrar. Gracias, Hermano Francisco, eres un bacán.
Pueden decirse muchas cosas de nuestra religión cristiana, hablan de mitos y algunos niegan la existencia de Cristo -o lo califican de un profeta más- pero el sólo hecho de que el Todopoderoso haya escogido como lugar de su advenimiento un miserable establo me parece a mí que lo llena de grandeza, así como lo elevan todos sus pensamientos, su filosofía de vida, su bondad, su intelligentzia de Dios humanado, y todo lo que gira en torno de Jesús me da pie para pensar, cada vez con mayor intensidad, que el Hombre, como hombre, fue un verdadero bacán; y cuando fui a la Basílica de la Natividad que mandó construir el Emperador Justiniano, para poder entrar en ella debí inclinarme -como el resto de mortales, incluyendo reyes, príncipes, presidentes y pontífices- para acceder por una abertura de 1.5. m en medio de gruesos muros y contrafuertes románicos. Su magnificencia radica, precisamente, en su voluntad suprema de tocar fondo, para igualarse a nosotros. El Gran Bacán.