Los días pasados en una clínica son generalmente angustiosos y agotadores con muy pocas excepciones, siendo una de ellas cuando se va a dar a luz un hijo, quizá uno de los momentos más emocionantes en la vida de una mujer, su pareja y su familia.
Pero una estadía en un hospital o clínica, por más de un par de días, es una de esas experiencias, que aunque tenga un buen final y uno salga bueno y sano, resulta traumatizante y no se desea repetir.
¡La cosa es pesada! Comencemos porque si uno está en uno de estos lugares, es porque algo anda mal y seguramente está bien enfermo y fregado.
Si al cabo de una semana aun no le han encontrado y solucionado el problema, la situación se comienza a volver preocupante. Además, ya con seguridad sabe que en estos lugares no se duerme, ni de día ni de noche, porque cada media hora te despiertan para hacerte exámenes, tomarte muestras, hacerte pruebas, mirarte o absurdamente preguntarte: “¿está durmiendo bien? ‘’.
También, ya tienes claro que la comida es como cartón. Que la privacidad en todos sus aspectos se pierde. Todos inspeccionan tu cuerpo, hasta los más recónditos lugares, sin misericordia, y todas tus secreciones son motivo de discusión y análisis detenido; y que, además, todos los días te encuentran algo peor a lo que tenías originalmente.
Si ya vas para dos semanas de estadía, las cosas empeoran rápidamente. Los parientes están ojerosos, uno comienza a sentirse como un conejo de laboratorio, ya no queda un espacio en tu cuerpo que no te hayan pinchado y la piel de tu cuerpo ya está roja y ampollada de tanto estar acostado. Lo bueno en este momento es que ya tienes amigos en la clínica. El personal de limpieza ya te saluda por el primer nombre, de la cocina te mandan cositas especiales y la enfermera jefe se “ hace la de la vista gorda” cuando se cuela más de una persona a hacerte visita, o alguien te contrabandea un helado o una golosina inofensiva.
Al mes de estadía, ya algunos de los que te aman están llorosos, comienza a haber una verdadera preocupación por tu problema. “¡Esto es mucho peor de lo pronosticado!”, se murmura. Los rumores sobre tu condición se esparcen y aumentan. Cada quien tiene su historia de horror.
Entonces tú, por algún milagro, comienzas a sentirte mejor. Así sea solo por salir de ese cuarto que se ha convertido en tu enemigo mortal. Cada hora añoras más tú casa. Quieres volver a ver el color de tus propias paredes. Ya el olor estéril y aséptico del hospital te tiene asfixiado, te hace falta hasta el olor a pescado con cebolla frita que le encanta cocinar a tu mujer. Todo en este momento es mejor que quedarse un minuto más en este lugar de “salud y ciencia”.
Y por fin, se llega el día de salir y te comienza a dar nostalgia de lo que queda atrás, las despertadas cada media hora, que se han vuelto costumbre, la comida sin sal ni gracia, las enfermeras, unas como sargentos, otras consentidoras y alcahuetas. Pero cada minuto valió la pena. Ahora te sientes casi nuevo, “como una rosa”. ¡Gracias a Dios -suspiras- por las clínicas, los médicos y las enfermeras!