El 2016 fue un annus horribilis para la vieja guardia de políticos, periodistas y académicos acostumbrados a imponer su agenda a través del mundo. La victoria de Donald Trump en las elecciones estadounidenses de ese año aún trastorna a la clase biempensante -incluyendo, por supuesto, a los encuestadores- pero no se debe olvidar que el Brexit y el plebiscito colombiano fueron preludios importantes a nivel internacional.
Tras el revolcón que dejó a un magnate neoyorquino sin experiencia política previa como inquilino de la Casa Blanca, la narrativa mediática e intelectual identificó de inmediato a un temerario culpable: el populismo. Mario Vargas Llosa, por ejemplo, escribió en el 2017 que “la amenaza populista…nunca alcanzó la magnitud que ostenta hoy en el mundo”.
Dicha tesis es errónea. El populismo es un término tan etéreo y subjetivo que, en últimas, resulta ser un salvavidas para cualquier perdedor de una elección democrática que intenta justificar su derrota. De hecho, la repentina obsesión de la élite global con el populismo reveló su verdadera preocupación: en la era digital, los guardianes de antaño habían perdido por completo el control sobre el pensamiento de las masas.
Desde el surgimiento de la radio y la televisión, había sido relativamente fácil para un pequeño grupo de personas en los medios determinar qué tipo de información podía o no consumir el público. En términos políticos, este formato favorecía sobre todo a patricios como Franklin Delano Roosevelt o John F. Kennedy, cuyo mantra de noblesse oblige sedujo a los periodistas de alto rango, entre otras razones porque muchos de ellos lo compartían.
De repente, la irrupción de las redes sociales dejó en ruinas al viejo mundo político. Trump no basó su campaña en una buena relación con los directivos de los medios de comunicación, sino en su comunicación directa con millones de seguidores por medio de Twitter. Como presidente electo, Trump no se dirigió a los grandes canales televisivos, sino que les habló directamente a sus votantes a través de un canal de YouTube.
Los intermediarios mediáticos no ocultaron su indignación frente a los malos modales de Trump; al mismo tiempo revelaron el fulminante ocaso de su propia influencia. Gracias a la tecnología digital, la democracia directa e irrestricta era posible por primera vez desde la antigüedad clásica. El pulso de la calle estaba en la red; Facebook era la nueva ágora.
En la campaña electoral del 2020 hubo un giro en la dirección opuesta. Twitter, por ejemplo, suspendió la cuenta del diario New York Post cuando este se atrevió a publicar información que comprometía al hijo de Joe Biden con la corrupción en Ucrania. Facebook, acusado de entregarle la elección a Trump hace cuatro años, prohibió la publicidad electoral cinco días antes de las elecciones.
Como comenta el historiador Victor Davis Hanson, los creadores de las grandes plataformas digitales comparten el milieu socio-cultural de los líderes del Partido Demócrata. Como en Atenas antigua, la democracia directa y radical ha provocado una fuerte reacción oligárquica.