El lunes en la noche nos enteramos de que el proyecto de reforma política promovido por el ministerio del Interior había naufragado por falta de debate. Supimos también que el proyecto que autoriza el libre cambio de partido -o el “transfuguismo”- había superado su primera ronda.
El finado proyecto de reforma política incluía entre sus proposiciones una que me parece de la mayor importancia: la que ponía fin a las listas abiertas.
La figura de las listas abiertas en un sistema político anárquico como el nuestro ha tenido consecuencias funestas. La elección de nuestros representantes es cada vez más una empresa exclusiva de quien se presenta. Las listas abiertas desincentivan la construcción de proyectos colectivos que son, en últimas, el verdadero objetivo de la actividad política. Como todos los elegidos se sienten dueños de su curul, cada quien negocia como a bien lo tiene, sin que los partidos tengan mucho qué decir. Con la caída de esta iniciativa ganan los futuros candidatos, pero pierden los partidos y pierde el país.
También ganan los candidatos, pero pierden los partidos y el país con el proyecto que busca permitir por una vez el transfuguismo. Esta reforma constitucional sí salió adelante y se prepara ahora para iniciar su segunda vuelta a comienzos del año entrante. Al final, el resultado será que cada aspirante tendrá la posibilidad de ir de partido en partido con sus votos bajo el brazo para ver con cuál cierra el trato que más le conviene.
El examen de los proyectos que logran hacer su trámite en el Congreso y los que naufragan dice mucho de los sistemas políticos y de las reglas tácitas que rigen la vida pública donde operan. Más que el análisis de los textos que finalmente se aprueban o de los que mueren, creo que el análisis que más llama la atención es el de la sicología que hay detrás de este panorama.
La constante negativa del Congreso de la República a adoptar proyectos que restrinjan sus prerrogativas y que promuevan mejores prácticas muestra su desdén por la defensa de los intereses de aquellos a quienes dicen representar. No le ponen fin a la figura de las listas abiertas. Empujan una norma transitoria que los autoriza por una vez a brincar de colectividad sin que haya realmente razones estructurales que le den sustento a la reforma. Continúan con asignaciones salariales que superan de manera abrumadora el ingreso medio de la población mientras les hacen el quite a las iniciativas encaminadas a llevar sus emolumentos a un nivel razonable y acordes con la realidad de la mayoría de los colombianos.
Es muy poco probable que nuestros representantes introduzcan las reformas básicas necesarias para asegurar en régimen político estable y sólido. Nuestro Congreso es reacio a las reformas encaminadas a fortalecer la disciplina electoral y el funcionamiento de los partidos. Poco se inclina a la adopción de reglas que promuevan su fortalecimiento institucional, pero conserva su marcada propensión por el regateo al por menor.
Es un escenario en el que la responsabilidad ciudadana puede cobrar protagonismo. Bastaría con identificar aquellos futuros candidatos dispuestos a introducir las reformas básicas necesarias para darle eficacia y solidez a nuestro Parlamento. Mucho avanzaría nuestro sistema democrático si como ciudadanos pudiéramos promover sólo a quienes de verdad nos representan.