“Las chicas que nos desdeñaron, los chicos que nos dejaron solos, los extraños que nos ignoraron, los padres que no nos entendieron, los jefes que nos rechazaron, los mentores que dudaron de nosotros, los abusadores que nos vejaron, los hermanos que se mofaron de nosotros, los amigos que nos abandonaron, los conformistas que nos excluyeron, los besos que nos fueron negados, porque ninguno de ellos "nos vio". Estaban muy ocupados mirando para otro lado, mientras yo dirigía la mirada a vosotros. Sólo a vosotros. Porque soy uno de vosotros.”
Así comienza el último capítulo de la serie “The New Pope”, secuela de “The Young Pope” (del grandioso Paolo Sorrentino), en el que un ficticio Papa Juan Pablo III (John Malkovich) brinda su primer discurso en la Plaza de San Pedro dedicando cada una de sus palabras a sus feligreses dolientes, a los cuales se les ha negado su lugar en el mundo mediante la exclusión y el desprecio naturalizado. La declaración del “Sumo Pontífice”, lamentablemente de mentiritas, es evidentemente poderosa y emotiva, puesto que sus palabras apuntan a una audiencia que durante toda su vida se ha sentido marginada, incomprendida y desatendida por su sociedad.
La potencia de las palabras elegidas por el guionista de la serie y puestas en la boca de este tremendo actor pretende generar una conexión entre esa porción significativa de la población que ha sido excluida y una autoridad eclesiástica que, al parecer, también lleva en sus espaldas su propio calvario del desprecio de sus propios padres. Lo que parecen tener en común ese jefe de Estado y los simples ciudadanos, en este caso, es el dolor de querer formar parte de un mundo que nos da sistemáticamente la espalda, con el aval y anuencia de la gran mayoría que sí se sienten cómodos y adaptados a los requisitos establecidos por la moda vigente.
“El dolor no tiene jerarquía. El sufrimiento no es un deporte, no hay una clasificación final. Atormentados por el acné y la timidez, por las estrías y la incomodidad, por la calvicie y la inseguridad, por la anorexia y la bulimia, por la obesidad y la diversidad, denigrados por nuestro color de piel, por nuestra orientación sexual, nuestros bolsillos vacíos, nuestros defectos físicos, nuestras discusiones con nuestros mayores, nuestras incontables lágrimas, el abismo de nuestra insignificancia, las cavernas de nuestras pérdidas, el vacío de nuestro interior, el recurrente e incurable pensamiento de acabar con todo sin lugar para reposar, sin lugar para descansar, nada a lo que pertenecer: ¡Nada! ¡Nada! ¡Nada!”
Pues sí, parece que sí es un deporte global esto de descalificar personas mediante un dañar que es común para tantos, y necesario para nadie. Vemos representada una amalgama de experiencias puramente humanas que se han vuelto insignificantes para quienes detentan el poder y para quienes, patéticamente, naturalizaron la violencia para “encajar en” un “lugar” en el que, para pertenecer, hay que pisotear, humillar, traicionar y denigrar a una cantidad incontable de personas.
Si bien se enumera una diversidad de “heridas sociales” (desde el racismo, la homofobia, el xenofobia y la aversión a los que menos tienen), es preciso señalar que todos nosotros, sí, usted también querido lector, en algún momento de nuestra vida hemos enfrentado batallas personales contra la exclusión que nos han dejado cicatrices aparentemente invisibles pero profundamente explícitas y lamentables.
Quien ha sufrido, siempre recuerda: es muy difícil, casi un desafío imposible, olvidar la facticidad de la crueldad y el desdén que uno ha recibido. Las personas hacemos todo lo posible de seguir adelante, con eso a cuestas, pero la tolerancia tiene sus límites. En esta dialéctica de amos y esclavos llamada historia de la humanidad quedan pocas opciones: o se abraza el vacío, la nada como valor, la aceptación de nuestra negación, o reaccionamos, siendo conscientes que absolutamente nada ni nadie debería tener el poder de extinguirnos, apagarnos, postergarnos, acallarnos y ningunearnos.
Las múltiples formas, algunas sutiles, otras vulgares, todas violentas, de eliminar la posibilidad de ocupar un lugar en una sociedad se han ido sofisticando con el paso de los siglos. Hoy no hay paredones de fusilamiento ni horcas en las plazas, existen mecanismos delicadísimos que cumplen la misma función violenta, pero con formas administrativas, burocráticas e incluso mediáticas tan sutiles que a veces, lamentablemente, las víctimas del desprecio creen merecerlo.