Mauricio Botero Montoya | El Nuevo Siglo
Lunes, 17 de Noviembre de 2014

La fiesta brava

 

El baile del viril torero trasvestido de novia con zapatitas de seda, colores irisados y brillantes ceñidos al cuerpo es una fiesta de muerte con el toro hermoso y brutal que lo embiste a la velocidad de su carrera. El hombre baila con él, inerme, confiado en  agilidad y destreza. A sabiendas de que si es penetrado, morirá. Su sola arma al principio del letal idilio es  el ardid del capote, o sin capote y desnudo como lo muestran las milenarias figuras de Creta y Minos.  Saltaban sobre el lomo del astado y lo recorrían dando brinquitos sobre la punta de los pies. En ese simbolismo, sensual, la muerte está presente como una realidad y una alegoría. Sería dispendioso mostrar la presencia de la fiesta brava en el arte universal, o negarle su conmovedor patetismo artístico.

Con gracia un torero del pasado siglo decía “el arte del toreo parece sencillo. Si viene el toro, te quitas. Si no te quitas, te quita el toro”. Hay empecinados fanáticos en que la muerte con pica eléctrica del matadero es la única aceptable. La sensibilidad algo embotada del refinado televidente le impide captar cualquier alegoría más allá del repudio que le causa el dolor del animal. E incluso a sopesar si será inmoral ingerir vegetales por cuanto se ha detectado cierta reacción adversa de los vegetales a ser arrancados, por ejemplo. Y si vamos a defender la igualdad de especie, sería arbitrario excluir a las demás. Ese faquirismo pronto haría ilegal el boxeo, la lucha, la carrera de carros y en general cualquier deporte de alto riesgo, para preservar, al animal que lo practica, de daño alguno.  Como todo imperativo llevado a las últimas consecuencias, su cumplimiento estricto es totalitario. De prohibirse las corridas matarían de tajo  la lidia y los toros de lidia. Toda la subfamilia de los toros bravos, desaparecería. No hay forma de sostenerlos ya que ese linaje es producto de más de 400 años de selección y cruce. Exige extensos terrenos para cada animal, y curtidos vaqueros que eviten enfrentamientos individuales, choques que suelen ser mortales y a veces para ambos toros.

 Pero es entendible que hay una nueva sensibilidad que aborrece las corridas. Y que se le ocurre que lo que para la humanidad ha sido la fiesta del apogeo del coraje, del sacrificio, del dominio del miedo ante la fuerza bruta, es para ella una mera brutalidad de mentes pueriles y quizás enfermas. Una cobardía como le dijo un exaltado comentarista al taurófilo Antonio Caballero, cuya faena predilecta es cortarle el rabo de paja a las momias astadas del establecimiento. De modo que los sensibles y bien intencionados anti taurinos tienen que resolver la dicotomía moral de defender un toro en particular pero sacrificar todo el linaje. Si logran resolver esa ecuación que sacrifica al todo por salvar la parte, les queda por demostrar que la pica en el matadero es una solución más humana y aceptable. Y por supuesto les queda la lucha contra los salvajes boxeadores que llegan a los golpes casi siempre por el mismo motivo del toro, pues al fin y al cabo, de algo tienen que vivir y morir.