Cuando era una niña, empecé a decirle a mi tío Aurelio Iragorri, tío grande. Tendría que ver con su fortaleza física; era enorme, fuerte y enérgico. Cuentan los semanasanteros de Popayán sus proezas como carguero. Cuatro noches seguidas en los pasos más pesados. Terminar la procesión sin segundo; es decir solo, en una línea donde quedaban tres cargueros, cuando debían ser cuatro. Decían, también, que pasó muchos veranos con disciplina cortando troncos y esos esfuerzos dieron origen a su corpulencia.
Así le dije siempre, tío grande hasta hace pocos días cuando le dije adiós. Hoy quiero volver a decirle tío grande.
Grande porque fue un trabajador político incansable. Fue concejal, gobernador, representante a la Cámara y senador. Su persistencia en la política le permitió el enorme honor de que colombianos lo eligieran como su voz en el Congreso durante 38 años.
Grande porque durante su tránsito por la política fue gentil con todo aquel que se cruzó en su camino. De todos los partidos, de todos los sectores hay voces que lo reconocen como un excelente ser humano. Dispuesto siempre a sacar el tiempo para escuchar y ayudar en lo que estuviera a su alcance. Fue caballeroso y servicial. Le vendría seguramente de la jovialidad y la risa que siempre lo acompañaban cuando cantaba o tocaba el bajo o la tambora; lleno de entusiasmo.
Grande porque recorrió el Cauca con fervor por sus gentes. No hubo rincón que no visitara, mano que no estrechara o municipio que no atendiera. Él siempre sencillo y sin pretensiones, consagró su vida a caminar el Cauca y en algo contribuir. Trató de solventar algunas de las carencias siempre agobiantes de los caucanos. Logró la ley de alivio para la reconstrucción de Popayán derruida por el terremoto, y la ley Páez para la reactivación económica de un departamento destruido por la violencia y la pobreza.
Grande, pues bajo su movimiento se formaron muchos de los líderes del departamento. Lo que da cuenta de que jamás fue mezquino. Su política no fue excluyente ni estratégica; todos lo que fueron a su lado encontraron las puertas abiertas y su generosidad. Porque grande fue su corazón criado por mamá Natalia y mamá.
Grande porque pese a los temores y las amenazas siguió su vocación sin falta. Sufrió un atentado en Cajibío, en el que seis personas fueron asesinadas y del que un milagro lo libró. Estábamos esperándolo en la entrada del Hospital San José con mi tía Diana. Se bajó del carro y la abrazó. Me acuerdo de la sangre que manchaba su cara, la sangre en su chaqueta, la sangre en el pelo. Fue la primera vez que lo vi llorar. Lloró desde entonces muchas veces, porque casi morir le dejó con una herida que nunca sanó. O, tal vez, destapó esa herida que siempre tuvo por haber perdido a su madre con apenas meses de nacido. Ese dolor incierto que dio lugar a que sonámbulo, muchas noches, de niño amaneciera en la tumba de su mamá. Nada lo apartó de su destino. Amó la política, tanto como a mi tía Diana.
Me los imagino ahora. Ella lo debía esperar desde hace tiempo; los dos años largos desde que murió le debieron parecer una separación excesiva. Al verla le habrá cantado algún bolero de esos que les gustaba bailar. Juntos están completos, felices. Y aquí nos queda su legado, grande. Aquí nos quedan todos los recuerdos de este tío, mi tío grande.