Había anunciado que dedicaría la presente columna al tema del plebiscito y las elecciones del 2018, pero la carta dirigida por el Presidente Santos al ex presidente Uribe, y las reflexiones que éste último hizo, obligan a formular algunas consideraciones, porque lo que sucedió está lejos de ser un episodio menor.
No se le escapa al autor de estas líneas que existe una gran desconfianza recíproca entre los dos protagonistas.
Tampoco se hace caso omiso de que en momentos de tormenta política, el primer sacrificado es el análisis sereno.
Unas veces porque la borrasca en realidad lo impide, y, en otros casos, debido a que el grito pasional de los hinchas incide en los comportamientos de los entrenadores y los capitanes de los equipos.
Dejemos de lado la larga lista de argumentos que pueden extraerse del abismo político existente entre Uribe y Santos para concentrarnos en responder la siguiente pregunta:
¿Una hipotética reunión de los dos dirigentes sería aconsejable y posible en las circunstancias actuales?
Lo primero que habría que decir es que lo uno y lo otro dependen no del qué, sino del para qué.
Y reitero, antes de continuar, que el cielo está cargado de nubes de desconfianza.
Si de lo que se trata es de tomarse una foto y de buscar, en una u otra forma, que el jefe de la oposición firme un contrato de adhesión, el pretendido encuentro no se realizará jamás.
Por el contrario, en el evento de que, como consecuencia de un trabajo laborioso y discreto, se disiparan las justificables dudas que hoy existen, gracias a lo cual fuera posible identificar puntos de encuentro en los temas que ha planteado reiteradamente Centro Democrático, el histórico cara a cara podría tener lugar.
No hay ninguna razón para dejar de decir que el segundo escenario sería el más conveniente para el porvenir de la nación.
Que el proceso concluya tal como lo indican hoy las evidencias públicas no es bueno para Colombia ni para los ciudadanos, que oscilan entre la esperanza, el desencanto y el rechazo.
Francamente, creo que la fuerza seductora del sí a la paz logrará movilizar voluntades, tanto convencidas como escépticas, y ganar en las urnas.
Las primeras porque creen con sinceridad en los mensajes del Gobierno, al tiempo que las segundas, aún a pesar de su incredulidad, acudirán a respaldar la pregunta que se hará en el plebiscito a fin de apostarle, con pragmatismo, a una posibilidad, así la vean lejana y poco creíble.
Lo grave de ese resultado es que la legislación colombiana del futuro sería rehén de los acuerdos entre el Gobierno y las Farc, incorporados a la Carta, arbitraria e indebidamente, mediante el bloque de constitucionalidad.
En el mismo orden de ideas, esos pactos podrían caerse mañana, a raíz de la impunidad disfrazada para los culpables de los más graves delitos, generando así una inestabilidad institucional inconveniente.
Habría, para ser breve, muchas consecuencias que serían fuente de tensión institucional, regional o social indeseable e inclusive peligrosa.
Si el Presidente Santos hubiera hecho el llamado que formuló públicamente, con el fin sincero de buscar consensos sobre materias que aún no se han acordado, para edificar posturas nacionales, o con la idea de abrir márgenes de aproximación razonables a los planteamientos que ha hecho la oposición, podría existir una luz de esperanza.
Desde luego que con los aires políticos que hoy respiramos lo anterior parece poco probable, si no imposible.
Sin embargo, en caso de que la posibilidad de hacerlo fuera real no se debería desaprovechar ese espacio.
Estamos frente a un asunto de márgenes para edificar.
Y si la voluntad existe, dichos márgenes no caerían del cielo.
Habría que construirlos con pragmatismo, perseverancia y reserva.
Al fin de cuentas, que aquel imposible se convierta en posible sería bueno para todos.