La fórmula enunciada en 1886 era sabia: centralización política y descentralización administrativa. Pero desgraciadamente no se aplicó a plenitud, entre otras cosas porque las malas experiencias del federalismo de la Constitución de Rionegro dejaron al país temeroso de las experiencias de nueve Estados soberanos e independientes unidos por unos débiles lazos políticos.
Ese temor se arraigó hasta bloquear aun los casos extremos, que pedían descentralización administrativa, porque la unidad política ya estaba garantizada.
Pero con el crecimiento del Estado, su intervencionismo y la complejidad de los problemas nuevos, que aparecían todos los días, fue evidente la necesidad de un mecanismo que aflojara la rigidez con que venía aplicándose la fórmula centralista.
Se pensó entonces en otro tipo de descentralización, que olvidara lo territorial para buscarla en las funciones. Así, separados del tronco central, se cumplía una parte del objetivo, al crear unos entes administrativos con operación más ágil que el gobierno nacional, y entregarles atribuciones para ejercer con procedimientos descompilados.
Comenzó de esta manera la explosión de la natalidad de los institutos descentralizados, como entidades independientes con patrimonio propio e independencia para actuar en su campo. Y ahí se pasó al otro extremo. El número de los institutos descentralizaos subió desaforadamente. La eficacia de los primeros aumentó el frenesí, hasta el punto de medir el éxito de los gobernantes por la cantidad de institutos que creara.
El Estado se convirtió en un bosque de institutos que dificultó la administración pública más de lo que estaría sin ellos. Vino la destorcida. Y ahora estamos ante un tema de superpoblación de entidades descentralizadas que obliga eliminar muchas si no queremos que devoren presupuestos y enreden trámites, sin beneficio distinto de alimentar burocracia. Ahora la gloria administrativa no la gana quien funde más institutos, sino quien elimine más de los que atosigan la vida administrativa y alimentan la burocracia.
Pero no resulta nada fácil. Los institutos descentralizados se niegan a morir. A su alrededor se urdió una maraña de relaciones cuya desaparición afecta muchos sectores. La nómina que crece velozmente es un bocado clientelista suculento y forma una concha protectora casi impenetrable. El argumento de que se está acabando con la descentralización tiene tantos sofismas que desanima a los gobiernos ante la cantidad de conflictos laborales que se desatan.
Y, sin embargo hay consenso sobre la necesidad de esa limpieza interna. Algún valiente se decidirá a racionalizar el exceso de entusiasmo fundador de establecimientos públicos que puso de moda responder a cada necesidad del país creando una institución nueva y asignándole la responsabilidad de arreglarla.
Al final quedan la necesidad sin remediar, el presupuesto inflado, la burocracia en aumento y un frente adicional por atender: el instituto creado para arreglar el problema. Ojalá tengamos pronto unos cuantos de los más inútiles liquidados del todo. Ojalá no se le ocurra a algún ingenio innovador crear un instituto especial, para que administre el cementerio de los llamados a desaparecer.