Aunque no fue tan prominente como el de Ronald Reagan, el triunfo electoral de Donald Trump ha sido asombroso.
Y se trata de algo trascendental no tanto por las cifras, o las comparaciones históricas sectoriales y geográficas, sino por lo que viene.
Al controlar la Cámara y el Senado cuenta con un margen de maniobra suficiente para emprender todas las tareas que le quedaron pendientes en el primer periodo.
Las simpatías de que goza en la Corte Suprema también le proveen de la holgura necesaria para cristalizar la exitosa defensa de sus abogados.
Y como si fuera poco, sentirse depositario del voto popular le dota de una legitimidad muy superior a aquella que le acompañó al llegar a la Casa Blanca en el 2016.
Pero lo verdaderamente interesante es que también controla por completo a su propio partido Republicano.
A diferencia de lo que sucede con su antagonista clásico, el Demócrata, Trump no registra rivalidades internas que le tiendan trampas o que desconozcan su liderazgo carismático.
Carisma que se traduce en que, hoy, bien podría sostenerse que la institucionalidad del partido reposa exclusivamente en el Presidente y que, por tanto, el aparato partidista depende de su iniciativa personal como nunca antes en la historia de la nación.
En cambio, la contraparte Demócrata parece haber heredado todas las patologías que pueden presentar los partidos en una sociedad democrática.
Derrotismo, apatía, vacío de poder, inestabilidad, desorganización, fragmentación, atomización y desconfianza.
Ahora, la misma Harris, ambiciosa a pesar de las lecciones recibidas, sugiere desde ya que quisiera repetir la experiencia, desconociendo así que sus funciones bomberiles ya fueron suficientes y que ha llegado el momento de la refundación del partido que lo desmarque de una vez por todas de las dinastías Obama / Clinton.
En todo caso, y como sea que se comporten las facciones demócratas, que son muchas y están traumáticamente enfrentadas, a Donald Trump le será mucho más fácil trazar el rumbo tanto de su partido conservador, como del país en conjunto.
Al no tener que preocuparse por una reelección (de esas que Daniel Ortega fabrica a su medida cada tanto tiempo), Trump asume sin ambiciones temporales la jefatura del Estado y la del gobierno para tomar decisiones externas e internas sin asedios, ni extorsiones.
En la práctica, eso significa que podrá inclinar la balanza por aquel a quien considere más apropiado para sucederle.
¿De Santis, Rubio, Kennedy, Vance? Cada uno de ellos tiene el toque de lealtad, el ímpetu y la cordura que haría falta para que el Presidente termine señalándolo como su epígono.
Pero, tal vez, haya alguien que siendo inmensamente rico ha sabido plegarse; que siendo muy ingenioso, ha entendido que puede hacer eficiente al Estado; y que siendo fiel, ha comprendido que la ideología y una visión futurista e interplanetaria van de la mano.
Probablemente, ese sujeto sea Elon Musk.