Nosotros, los buenos | El Nuevo Siglo
Viernes, 9 de Septiembre de 2016

Ayer, a 12.500 metros de altitud, sobrevolamos una zona de turbulencia y luego una enorme extensión azul; anunciaron una temperatura exterior de -58ºC. Con ese frío, el aire tendría derecho a estar huraño, insensible y congelado. Pero se veía sereno, como una cama de algodón que invitaba al  sosiego. Parecería haber dentro y fuera de la naturaleza, del espacio y los seres vivos, una especie de resiliencia universal que transforma en apacible el hielo; que le da capacidad de bondad a los más vulnerados, y de perdón a quienes más agravios han recibido.

12.500 metros de altura equivalen a cuatro Monserrates alineados verticalmente, uno encima del otro. Sentir desde ahí las relaciones humanas y geográficas, nos permite salir  de nuestra cáscara de huevo; quitarnos el scotchgard que nos echamos a manera de bloqueador social,  y asumir una visión más verdadera y retadora, para convertirnos en  presuntos implicados de la realidad. De la realidad real; no de esa parroquial en la que el planeta se limita a la cuadra donde vivimos. Esa visión de medias de seda (resbalosa y artificial) en la que país seguro equivale a aquella nación de 62 kilómetros cuadrados, en la que “ya podemos bajar sin angustias a la finca”, no es la visión que un siglo descuartizado desde Afganistán hasta Sinaloa, espera y necesita.

Allá arriba, mientras 300 personas duermen, hablan trivialidades, rezan o miran películas de princesas y extraterrestres, todos estamos sumidos en la más flagrante indefensión: depositamos nuestra vida y confianza en un piloto, en un satélite y/o en la mano de Dios, y es un buen escenario para pensar en lo curiosos que son los riesgos y los miedos. Arriesgamos la vida en un jetski o en un parapente, por el gusto de una descarga de velocidad y adrenalina; la arriesgamos en la guerra -por defender el honor, la patria o los paradigmas-; pero nos cuesta trabajo arriesgarnos por la paz. Nos da más miedo el costo de la paz que el costo de la guerra. O tal vez en el fondo, lo que nos atemoriza es que nuestro país algún día  pueda comportarse como una verdadera democracia, donde quepan legal y políticamente más de dos ideologías, y donde seamos capaces de construir no a pesar de, sino gracias a la diferencia.

Me horrorizaría que nos convirtiéramos como muñecos de cuerda o títeres sin cabeza, en ejemplos andantes del “más vale malo conocido que bueno por conocer”. Es fácil preferir el mal conocido cuando no nos toca de cerca, cuando los muertos los ponen otros, y en nuestro jardín no hay minas ni fosas, sino  eucaliptus y hortensias.

La línea de menor resistencia siempre me ha parecido la de mayor peligro: por lo general es cobarde y egoísta y no implica más neuronas que las que pueda tener una rueda dentada.

Aterrizamos; quito el “modo avión” y lo primero que encuentro en mi celular es esta reflexión del argentino Jorge Schubert:

“Le pregunté a mi hijo:

-Si nosotros los buenos matáramos a todos los malos ¿Quiénes quedaríamos?

-Los asesinos, me contestó”.

ariasgloria@hotmail.com